La dura vida de las levaduras

El comportamiento de las levaduras es apasionante, y resulta de importancia crítica entenderlo, al menos en su justa medida, para conseguir cervezas de calidad. Es necesario volver a referirse una vez más al viejo dicho cervecero para darle a la levadura el protagonismo que se merece: “el cervecero hace el mosto, pero es la levadura la que hace la cerveza”, o en una versión adecuada a los tiempos que corren, y si me permitís la broma: “es el cervecero el que elige a la levadura y es la levadura la que quiere que sean los cerveceros la levadura”.

Uno de los errores más extendidos es pensar en un modo matemático o mecánico de funcionamiento de las levaduras. Es un error bastante humano: pensamos que pueden actuar como máquinas, que bajo una configuración concreta van a comportarte de cierta manera. Y puede ser así en muchos de los casos, pero la mayoría de los cerveceros obvian un punto muy importante: las levaduras, al fin y al cabo, son un organismo unicelular. Aunque muchos se exceden también en esta creencia, víctimas del pensamiento antropomórfico que usualmente nos gobierna.

Como ejemplo ilustrativo de esto, muchas veces recuerdo este texto [¡plink!] donde Ashton Lewis, allá por 2013 hace una bonita disertación de cómo piensa él que la gente piensa sobre el comportamiento de las levaduras, tomando como base una duda acerca de cómo hacer starters para cervezas tipo Lager, y que transcribo a continuación:

Todo empieza cuando nuestro fiel amigo Randy Daugherty, de Loveland (Ohio), le plantea la siguiente inquietud:

Siempre hago un starter para poner en el mosto la cantidad adecuada de levaduras. Normalmente, uso un agitador en mi sótano, donde hay una temperatura constante de 20 °C. La última vez que hice un starter, le tomé la temperatura y estaba a 27 °C. ¿Esto puede ser un problema si hago una cerveza tipo Lager, que me planteo fermentar a 14 °C? ¿Mutará la levadura en este rango de temperaturas? ¿Debería ingeniármelas para hacer el starter en un rango de temperaturas de acuerdo a la que va a fermentar la cerveza posteriormente?

 No digáis que no es una pregunta interesante… así que Ashton procede a contestarle lo siguiente:

“Hay una creencia muy extendida entre los elaboradores de cerveza que consiste en que la levadura debe ser propagada a la misma temperatura (o a una muy cercana) de fermentación. Siempre he pensado que esta regla general viene, en parte, a causa de observaciones empíricas y en parte a según lo que parece tener sentido. Quiero decir, que si vas a participar en una carrera de bicis en los Pirineos, lo lógico es que entrenes en las montañas, y no al nivel del mar. Por lo tanto, si estás preparando un starter de levaduras para fermentar una cerveza tipo lager a 14 °C, lo lógico sería propagar las levaduras a 14 °C en lugar de a 27 °C. El problema que le encuentro a esta lógica es que la respuesta de un animal a las condiciones medioambientales es mucho más compleja a cómo lo hace un organismo unicelular como la levadura. A los humanos nos encanta el antropomorfismo, aunque los vínculos no suelen ser tan obvios.

Uno de los conceptos erróneos más comunes acerca de la cepas de levadura tipo Lager es que son felices en temperaturas frías y no lo son tanto cuando están en temperaturas ambiente o más cálidas, donde, en cambio, las cepas tipo Ale parecen estar contentas. Es decir, tres antropomorfismos en una sola frase y la tentación de pensar que las células de levadura son personitas y actúan como los humanos; lástima que esta tendencia no sea particularmente útil para los elaboradores de cerveza. El hecho es que las cepas Lager se cultivan realmente bien a temperaturas cálidas, y también es muy cierto el hecho de que la cerveza resultante es más afrutada y más parecida a una Ale que cuando esa misma cepa fermenta a temperaturas más frías. La cerveza Anchor Steam es un ejemplo de cómo resulta una Lager fermentada a temperaturas cálidas. Pero hay que tener en cuenta que la misma verdad se aplica a las cepas Ale, ya que al reducir la temperatura de fermentación, se reduce igualmente su aporte de sabores frutales. La principal diferencia es que una cepa Lager puede fermentar a temperaturas mucho más frías que las cepas tipo Ale, y cuando son fermentadas en el rango más bajo de temperaturas, los resultados son muy limpios.

Según mi experiencia, la levadura Lager se puede propagar en temperaturas cálidas (20-25 °C) y luego ser inoculada en un mosto más fresco (10-13 °C) con resultados exitosos. Durante la propagación de levadura, los elaboradores se preocupan más de incrementar el número de células saludables de levadura que de controlar el medio en el que se desarrolla, dejando de lado los perfiles de sabor a aportar por dicha levadura. Para optimizar su propagación, la levadura se oxigena usando diferentes métodos.

A pequeña escala, un starter tapado con un tapón de algodón y agitado mecánicamente, conseguiría suficiente oxígeno para un buen crecimiento de las levaduras. En una escala mayor, el aire u oxígeno se tiene que inyectar al starter usando otros métodos. En cualquier caso, el oxígeno se añade durante la fermentación para beneficiar el crecimiento de la levadura. Esta práctica es muy diferente de las fermentaciones normales de cerveza donde el oxígeno es normalmente perjudicial para el sabor de la cerveza (hay notables excepciones a esta regla, como los fermentadores cuadrados de Yorkshire). Lo que intento decir es que los métodos de propagación de la levadura y de fermentación tienen algunas diferencias claves.

Si te preguntas acerca del potencial de mutación de las levaduras Lager cuando se cultivan en un ambiente cálido, de nuevo la percepción típicamente humana entra en juego. Muchos de nosotros pensamos en un pez con tres ojos cuando hablamos de mutaciones, pero las mutaciones raramente tienen resultados tan obvios cuando de levaduras se trata. Son más comunes ciertos cambios sutiles. Con el tiempo, las levaduras pueden ser menos floculantes, poco a poco, o pueden dejar de reducir diacetilo como lo hacían antes, o si usamos una y otra vez la misma levadura podemos ver cómo va bajando el nivel de atenuación…

Los elaboradores de cerveza saben que algunos cambios en el ambiente, como por ejemplo la temperatura de fermentación o la densidad inicial del mosto, es una manera de cambiar el comportamiento de las cepas de levadura. Según los cerveceros hayan gestionado la fermentación, la recolección de levaduras de la parte de arriba o del fondo del fermentador (dependiendo del tipo de levadura y del método de recolección) una vez la fermentación haya terminado, al reutilizar un cultivo de levadura y repetir el proceso varias veces, lo que estamos haciendo en definitiva es seleccionar las células de levadura basándonos principalmente en sus propiedades de floculación. Con el tiempo, la cepa en cuestión puede perder las propiedades que los cerveceros buscaban en ellas, por lo que las levaduras se propagan entonces a partir de un cultivo de laboratorio. Esta es quizás la razón principal por la que los cerveceros comerciales quieren multiplicar las levaduras en un entorno similar a la que posteriormente van a fermentar.

En mi opinión, no creo que los matices de temperatura durante la propagación de la levadura, dentro de la norma de lo que la mayoría de nosotros entendemos por “temperatura ambiente”, tenga algún efecto en cuanto a una elaboración típicamente casera.”

Fin de la cita.

Por todo lo dicho, quedémonos con la frase que he destacado en negrita: “los métodos de propagación de la levadura y de fermentación tienen algunas diferencias claves”, puesto que esto nos va a dar pie a empezar a entender lo que ocurre durante el ciclo de vida de la levadura durante la fermentación. Y de paso, desechar la idea de enfriar el mosto hasta puntos fríos (8-9 °C) invirtiendo tiempo y dinero sin necesidad alguna.

Podemos concretar, y de hecho concretamos, que la levadura no tiene un comportamiento único y uniforme durante la fermentación, sino que se va a comportar de manera diferente en función de las condiciones del mosto y de la propia influencia de las levaduras en dicho mosto. Y estos comportamientos los podemos distinguir en varias fases, ampliamente investigadas y desarrolladas en diferentes y numerosas publicaciones sobre elaboración de cerveza.

Sin ir más lejos, Christopher White, presidente de White Labs [¡plink!], empresa que comercializa levaduras de gran calidad, y fuente de alegrías para muchos jombrigüeres, escribió un artículo justo sobre este tema que casualmente descubrí en el blog de brewgeeks.com (¡olisqueando airlocks desde 2010!) y que podéis leer aquí [¡plink!]. Obviamente, no podemos olvidar que Chris es coautor del libro Yeast, The Practical Guide to Beer Fermentation, una mina de información completa y detallada de nuestras criaturitas favoritas.

En el mencionado artículo, que me sirve de base y detona el resto de este post, el señor White se pregunta a sí mismo “¿qué es lo que ocurre durante la fermentación cuando elaboramos cerveza?” y nos explica con fundamentos básicos que: se usa el azúcar del mosto para convertirlos en nuevas células de levadura, etanol, dióxido de carbono y compuestos saborizantes.

Hay muchas claves, pero en lo relacionado con la creación de los “compuestos saborizantes” debemos prestar muchísima atención: hay que favorecer y maximizar las aportaciones de sabor correctas, y evitar las que van a generar algún defecto. Y precisamente por eso es útil saber cómo la levadura fermenta la cerveza.

Las tres fases de la fermentación

Como ya hemos dicho, se suelen contemplar diferentes fases durante la fermentación común, si tenemos en cuenta el comportamiento de la levadura, y se dividen en tres:

  • La fase de latencia (o adaptación), que dura unas 15 horas.
  • La fase de crecimiento, donde tiene lugar un crecimiento exponencial de la levadura, y que dura entre 1 y 4 días.
  • La fase de acondicionamiento, de entre 3 y 10 días.

Ahora veremos de una manera más concreta cada una de ellas (en inglés, las llaman “lag phase”, “exponential growth phase” y “stationary phase”), ya que saber lo que está sucediendo en cada una de esas fases, permitirá la identificación de problemas.

Fase de latencia

Como ya hemos dicho, tiene lugar entre el momento en el que echamos la levadura en el mosto y unas 15 horas después. Lo que realmente ocurre, principalmente, es que la levadura se está adaptando (aclimatando, ciertamente) al nuevo ambiente. La levadura empieza a usar minerales y aminoácidos (nitrógeno) que hay en el mosto para construir proteínas. Si la levadura no encuentra en el mosto los aminoácidos que necesita, va a tener que fabricarlos por su cuenta. Al igual que los humanos necesitan de una cantidad de vitaminas y minerales esenciales para pasar el día, las células de levadura necesitan de una cierta cantidad de vitaminas y minerales (conocidos coloquialmente en el mundillo como “nutrientes”) para que la fermentación se efectúe de la manera adecuada.

El mosto que sale de la maceración de la malta (si lo hemos hecho de manera adecuada), es una fuente formidable de nitrógeno y de nutrientes. La mayoría de las vitaminas que las levaduras van a necesitar ya están en el mosto (como por ejemplo, la riboflavina, el inositol y la biotina). Algunos ejemplos de los minerales que necesita la levadura son fósforo, cobre, azufre, zinc, hierro, sodio y potasio. Al tenerlos a mano, la levadura los toma y empieza a fabricar las enzimas necesarias para crecer (muchos hablan de “crecimiento” cuando en realidad lo que queremos indicar es “reproducción”, ya que vienen a indicar “crecimiento de la colonia de levaduras”). Se le pueden añadir minerales y vitaminas adicionales al mosto, lo que va a mejorar la salud y el rendimiento de la levadura, y hoy en día es fácil ya que hay disponibles en el mercado nutrientes específicos para levaduras.

Incluso, hay quien usa restos de levaduras (previamente hervidas, para asegurar que están muertas) como fuente idónea de nutrientes para levaduras vivas. Una especie de canibalismo efectivo.

Oxígeno en la fase de latencia

Otro elemento a tener en cuenta y del que no hemos hablado todavía es el oxígeno, el cual es rápidamente absorbido por la levadura en esta primera fase. Es cierto que siempre hablamos de las levaduras o de la fermentación respecto a un ambiente anaeróbico (es decir, que no requiere aire, o más concretamente, oxígeno), pero no es cierto del todo: las levaduras necesitan oxígeno para reproducirse. La fermentación tiene sus fases aeróbicas y otras anaeróbicas.

Es necesario para la producción de componentes importantes de la pared celular, por lo que si no hay suficiente oxígeno, la reproducción de las levaduras está seriamente comprometida. En detalle, podemos decir que cuando una levadura se reproduce, necesitan fabricar nuevas membranas de lípidos (grasas) para su descendencia. Para hacer esto, necesita, básicamente, dos tipos de componentes: ácidos grasos y esteroles, los cuales mantienen la fluidez de la estructura de la célula y regulan su permeabilidad. La levadura puede coger los esteroles del mosto, si están disponibles (y accesibles) o puede fabricarlos por sí misma, al igual que con los ácidos grasos.

Por esta razón es muy importante proporcionar suficiente oxígeno al mosto al principio de la fermentación. Por desgracia, los métodos rústicos de los jombrigüeres (dejar caer el mosto desde cierta distancia al fermentador, sacudir éste o removerlo con la pala) sólo conseguiría añadir, en el mejor de los casos, ni la mitad de las 10 ppm de oxígeno que se necesitaría de forma óptima (como siempre, hay diferentes recomendaciones, y según qué fuente consultes, podemos dejarlo en un rango de entre 8 y 10 ppm). No tiene por qué cundir el pánico, ya que aún con este nivel de oxígeno (insistimos: unos 4 ppm, aproximadamente la mitad de lo recomendado), se obtienen resultados satisfactorios, lo que no quita que una fermentación donde se ha introducido oxígeno por métodos más sofisticados al nivel óptimo, sea más saludable.

En el libro Yeast, se apunta que si remueves el mosto con alegría durante 5 minutos, puedes introducir casi 3 ppm de oxígeno, mientras que si le metes oxígeno puro por medio de un método mecánico puedes llegar a 9 ppm en apenas 1 minuto. Como conclusión, en el mismo libro se demuestra una importante variación de atenuación final del mosto en un experimento de cuatro mostos con diferentes niveles de ppm, lo que prueba la importancia de un nivel correcto de oxígeno, que derivará en una colonia de levaduras sana, firme y fuerte.

Temperatura en la fase de latencia

Esta fase, aunque no todo el mundo lo sabe o lo comparte, se puede llevar a cabo a una temperatura más alta que el resto de la fermentación, por la sencilla razón de que se producen muy pocos compuestos saborizantes. Además, la producción de etanol en esta fase inicial es también muy limitada, por lo que no hay que preocuparse por la formación de ésteres. Por ejemplo, una temperatura válida para una fermentación tipo Ale estaría en torno a los 22-24 °C, para luego bajar a 20 °C y completar la fermentación. También (y como ya hemos visto en la introducción de este post), es válido para fermentaciones tipo Lager, empezando la fase de latencia en el rango de 22-24 °C y luego bajar gradualmente la temperatura de fermentación hasta los 10-13 °C.

Los jombrigüeres no ven ninguna actividad en el mosto durante esta fase, y eso conlleva inquietudes varias, visitas continuas al fermentador, angustia interna, pesadillas, ansiedad, escribir hilos e hilos en foros cerveceros (¡¡hoygan, mi airlock no burbujea!!) y rezos a los diferentes dioses y diosas que la mitología ha asociado con la cerveza, los cereales y las esperanzas de los desamparados.

Sin embargo, si se llama fase de latencia (la-ten-cia) es por algo; alguna razón habrá. Es más, el que no haya ninguna actividad durante la fase de latencia (la-ten-cia) es la mejor de las señales. Si la fermentación (con signos evidentes) se ha adelantado más de la cuenta, es posible que esta fase no se haya completado de manera correcta y eso conlleve algún tipo de problemática posterior.

En definitiva, es bueno para la levadura tomarse su tiempo y consumir oxígeno y nutrientes para construir muchas células nuevas (muchas, sanas y fuertes), y si algo es bueno para la levadura, será bueno para la cerveza.

Fase de crecimiento (o crecimiento exponencial)

La segunda fase de la fermentación, conocida como fase de crecimiento comienza, siempre de manera orientativa, pasado un día desde la siembra de levadura hasta el cuarto día de fermentación. Al salir de la fase de latencia, la levadura comienza a consumir los azúcares del mosto. Se produce CO2, el cual empieza a salir de la solución (y es el que provoca el tan esperado burbujeo del airlock), y que además es el culpable de formar una capa de espuma (también conocido como “krausen”) sobre la cerveza. La levadura comienza a reproducirse de manera exponencial, o logarítmica, por lo que el recuento de células aumentará rápidamente, y se producirán compuestos saborizantes, además de etanol.

Los jombrigüeres que empiezan en esto sentirán gran alivio, alegría, cierta euforia y satisfacción al ver cómo su airlock burbujea con ritmo y pasión (aunque todavía hay causas por la que el airlock puede no burbujear, que no tienen que ver nada con la salud de la fermentación, como por ejemplo, un mal sellado del fermentador que deje escapar el CO2 por otro sitio).

Los aromas que salen del fermentador, a estas alturas (sed prudentes, lo que sale de ahí es CO2, y lamento ser yo es que os diga que el CO2 no es bueno si lo que quieres de verdad en esta vida es respirar) pueden ser variopintos, pero ya pueden notarse perfiles indicativos.

Los azúcares que hay en el mosto son consumidos por la levadura siguiendo un orden de preferencia (y ya sabemos qué tipo de azúcares hay en el mosto porque todos nos leímos el artículo de “Las cuatro palancas del macerado” [¡plink!]). Primero va a por la glucosa, luego a por la fructosa y la sacarosa. Los tres son azúcares simples, y los atacan con rapidez. Aproximadamente un 14% del total de los azúcares del mosto es glucosa. Después de liquidar esos azúcares, las levaduras se pondrán a trabajar con la maltosa, la cual es el azúcar principal del mosto y un componente muy importante y característico del sabor final de la cerveza. No en vano, el volumen de maltosa suele ser de un aproximadamente un 60% de los azúcares del mosto.

Al final, cuando la maltosa ya se haya agotado, la levadura empieza con otros azúcares más complejos, y entran en juego las maltotriosas. Ciertamente, no son fáciles de digerir por la levadura, y hay cepas de levadura que las trabajan mejor que otras. De hecho, hay cepas de levadura que ni se atreven a tocar las maltotriosas. Una manera de distinguir una levadura que coma más maltotriosas que otra es por medio del nivel de floculación. Cuanto más floculante sea una cepa de levadura, menos maltotriosa tiende a fermentar. Y claro, obviamente, cuanto más maltotriosa se fermente, mayor será la atenuación final de la cerveza (y menor cuerpo).

Se puede observar un cambio gradual de color en la espuma generada por la fermentación, a tonos más pardos debido a la oxidación de resinas de lúpulo y restos de malta.

Fase de acondicionamiento

La traducción fiel de su nombre en inglés sería “fase estacionaria del crecimiento de las levaduras”, lo que es muy gráfico, pero queda incómodo de asimilar. Por suerte, su nombre secundario es fase de acondicionamiento (“conditioning phase”), nombre mucho más llevadero.

Tiene lugar pasados 3-4 días de poner la levadura en el mosto y puede tomar hasta 7 días. Es decir, su duración habitual es desde el 4º día de fermentación hasta el 10º.

En este punto, el crecimiento (es decir, reproducción) de la levadura se ralentiza, y entra en una fase de estancamiento de actividad reproductiva. Ya se han producido la mayoría de los compuestos de sabor y aroma que tenían que haberse producido, incluyendo alcoholes fúsel, ésteres y compuestos azufrados. La cerveza, en ese momento, se denomina “cerveza verde”, ya que todavía no ha madurado lo suficiente como para tener un equilibrio aceptable de sabores.

El acondicionamiento o maduración de la cerveza empieza a ser real: la levadura tiende a reabsorber compuestos que ella misma ha producido durante la fermentación (como el diacetilo), y el sulfuro de hidrógeno escapa en forma de gas, lo que va haciendo su sabor más agradable. La formación de krausen se detiene, y la levadura empieza a asentarse, o en jerga cervecera: a flocular.

Aquí es importante tomar una muestra de densidad para saber si la atenuación ha sido completa o todavía hay azúcares que pueden fermentarse y algo ha fallado. Algunas cepas de levadura pueden necesitar de un empujoncito final para terminar la atenuación correctamente. Respecto a esto, hay una práctica interesante, conocida como “fermentación forzada” (o “fast ferment test” en inglés), en la que puedes conocer de antemano la atenuación que puedes conseguir en tu mosto, y que vendrá determinada por una simulación de la fermentación en una pequeña muestra de mosto. Hay un artículo de braukaiser muy detallado [¡plink!] y otro en español por Hanselbier también muy didáctico [¡plink!].

En las cervecerías profesionales, es común enfriar de forma gradual el contenido del fermentador hasta 1,5 – 4,5 °C, lo que provoca que la mayoría de las levaduras se depositen en el fondo. La mayoría de los jombrigüeres no tienen las instalaciones para hacer esto, por lo que tienen que esperar más tiempo para que las levaduras se depositen por gravedad.

Los afortunados que puedan tener un frigorífico con control de temperatura pueden emular esta práctica y clarificar las cervezas de una manera asombrosa sin añadidos a la cerveza.

Lo realmente importante después de saber que la fermentación tiene tres fases principales es, precisamente, reconocer cada una de ellas para en un futuro, poder determinar dónde ha fallado algo de cara a encontrar la solución idónea. O en un enfoque más positivo, cómo mejorar los resultados de tus elaboraciones.

Soy leyenda: la segunda fermentación o “fermentación secundaria”

Se habla mucho sobre la conveniencia (o no) de hacer una “segunda fermentación” para la obtención de mejores resultados. Por sí misma, la idea de una “segunda fermentación” es errónea, porque el proceso de fermentación es único de principio a fin. Es tan confuso que muchos confunden la segunda fermentación con la refermentación en botella. Sin embargo, popularmente se conoce como segunda fermentación a lo que ocurre en la cerveza tras un primer trasiego, y el objetivo de dicho trasiego consiste en dejar atrás los restos precipitados de levadura.

La premisa de hacer una “fermentación secundaria” (o “secundaria”, a secas) parte de que gracias a dicha acción vas a conseguir una cerveza más limpia, lo que conlleva menos material en suspensión que tiende a descomponerse con el tiempo, ergo, una cerveza más estable. Sin embargo, a esta premisa le hace falta algún que otro matiz. Lo que se está describiendo en realidad no es una fermentación secundaria, sino un acondicionamiento o guarda en toda regla. Es por eso, además, que se suele aconsejar hacerla en un rango de temperatura más bien frío.

Otra de las ventajas atribuidas a la fermentación secundaria es que se “redondea” el sabor. No deja de ser cierto, pero no es gracias a un trasiego de cerveza, sino al propio paso del tiempo, que como ya hemos comentado, va a provocar que la cerveza madure.

Pero la razón teórica principal por la cual los seguidores de esta técnica la defienden a ultranza, es porque existe la creencia de que al prolongar el contacto con la cerveza con la levadura ya floculada (lo que tu abuela llamaría “posos”), eso va a provocar malos sabores que conviene evitar. La creencia se extiende detalladamente en que las levaduras están muertas y no son buenas. El primer matiz a aclarar aquí es que las levaduras no están muertas, sino inactivas. En Cervezomicón sabemos muy bien que “no está muerto lo que yace eternamente”, y las levaduras pueden llegar a ser un buen ejemplo. Mucha gente reutiliza las levaduras de los posos de una fermentación para activar otra. Ese es un tema apasionante que, con un poco de suerte, hablaremos en otro momento.

Lo que nos ocupa ahora es desmitificar la práctica de fermentación secundaria como tal. Para eso, por la red circula un texto cuyo autor es John Palmer (nada más y nada menos), que responde a una pregunta de nuestros grandes amigos Tom, de Michigan y Allen, de New York, y que transcribí hace tiempo para el foro de la ACCE y que hoy copio aquí (está en muchos sitios, y por decir uno de ellos, puedo usar esta referencia [¡plink!]):

Tom, de Michigan: Tengo algunas preguntas sobre la fermentación secundaria. He leído sobre las ventajas y desventajas de las segundas fermentaciones y me estoy volviendo loco, no sé qué hacer. Primero, ¿es realmente necesario hacer segunda fermentación para cervezas de baja densidad? Segundo, ¿dónde está la línea divisoria entre las cervezas de baja y alta densidad? ¿Sería de 1,060 en adelante? Tercero, ahora mismo tengo una American Brown Ale en fermentación primaria, con una densidad inicial de 1,058. ¿Debería hacer segunda fermentación o no? Agradezco tu consejo, ¡gracias por todo!

Allen, de New York: John, por favor, explícanos por qué o por qué no deberíamos hacer fermentación secundaria (¿guarda/acondicionamiento?) y por qué o por qué no hacer sólo la fermentación primaria es una buena idea. En otras palabras, danos alguna razón o aclaración sobre cuándo hacer sólo una fermentación primaria sería correcto, frente a la vieja teoría de hacer la fermentación primaria y luego la secundaria en las cervezas tipo Ale de densidad normal.

Las respuestas de John Palmer:

«Son muy buenas preguntas (¿cuándo y por qué necesitarías usar una fermentación secundaria?, pero primero vamos a aclarar algo del trasfondo). Yo mismo, en el pasado, solía recomendar trasegar la cerveza del fermentador primario a otro diferente (el secundario). Dicha recomendación estaba basada en la premisa de que (hace veinte años) las cervezas tipo Lager (con una densidad más alta) necesitaban más tiempo para completar la fermentación, y que sacando las levaduras de la cerveza, se reducía el riesgo de autolisis de las mismas (lo que daría a la cerveza sabores indeseables, como a carne o a goma) y además le dábamos más tiempo a la cerveza para que la totalidad de la levadura floculara y mejorara la clarificación, reduciendo la cantidad de levaduras y el turbio que llegaría hasta la botella. Hace veinte años, una cerveza casera solía tener mejor sabor, o quizás menos riesgos de sabores indeseables, si era trasegada y clarificada, como hemos dicho, antes de embotellar. Pero hoy por hoy, este no es el caso.

El riesgo inherente en cualquier movimiento de la cerveza, tanto si se trata de fermentación a fermentación, o de fermentador a botella es la oxidación y la posibilidad de que coja sabores rancios. Cualquier exposición al oxígeno después de la fermentación dará lugar a un añejamiento, y cuánto más tiempo esté expuesta al oxígeno, y más caliente sea la temperatura de guarda, más rápidamente la cerveza cogerá malos sabores.

El trasiego a un fermentador secundario solía ser recomendable porque el añejamiento era simplemente un hecho de la vida –como la muerte, los impuestos y que Messi te meta un gol en cada partido, como mínimo– como lo era el cólera. En verdad, el riesgo de autolisis era real y valía la pena esforzarse por evitarlo. En otras palabras, sabías que ibas a morir tarde o temprano, pero valía la pena evitar morir por culpa del cólera.

Pero luego apareció la medicina moderna, o en nuestro caso, teníamos disponible mejores levaduras y más información de cómo manejarlas correctamente. De repente, que una cerveza se eche a perder a causa de la autolisis es raro por dos razones: la frescura y la salud de la levadura que se pone en el mosto ha mejorado de forma espectacular, y las cantidades de levaduras que se pone en el mosto son más adecuadas y se comprende mejor este factor. La levadura ya no se deposita en el fondo muerta y harta de comer como Mr. Creosote de la película El Sentido de la Vida de los Monthy Python (mejor que no veáis esa escena, es bastante asquerosita) cuando la fermentación ha finalizado –en realidad, lo que sucede es que pasan a un estado de hibernación, y esperan a que haya más comida disponible. La cerveza tiene tiempo de clarificarse en el fermentador primario sin generar sabores indeseables. Sin que la autolisis sea ya un problema, el problema principal ahora es el añejamiento de la cerveza. La vida útil de una cerveza se puede mejorar en gran medida a evitar a costa de evitar su exposición al oxígeno y de mantener la cerveza fría durante su guarda (después de que haya tenido tiempo de carbonatar)

Por lo tanto, Jamil, White Labs, Wyeast Labs y yo mismo no recomendamos trasegar a un fermentador secundario NINGUNA cerveza tipo Ale, excepto cuando se lleve a cabo una fermentación secundaria real, que sería el caso cuando se añada fruta o lactobacilos. El trasiego, con el objetivo de prevenir la autolisis, no es necesario, y por consiguiente, el riesgo de oxidación es perfectamente evitable. Incluso las cervezas tipo Lager no necesitarían trasiego a un fermentador secundario antes de su acondicionamiento. Con la correcta tasa de levadura puesta en el mosto, usando levadura saludable y fresca, y aireando el mosto de forma adecuada antes de poner la levadura, la fermentación de la cerveza estará completa en 3 u 8 días (cuanto más grande sea el lote, más tiempo necesitará). Este periodo de tiempo incluye la fase de fermentación secundaria o de acondicionamiento, cuando la levadura absorbe el acetaldehído y el diacetilo. El propósito real de la guarda en frío es para favorecer la floculación de las levaduras y promover la precipitación de las mismas, y la sedimentación de otras macropartículas y turbiedades varias.»

Fin de la cita.

Con este texto podemos zanjar la cuestión diciendo que la fermentación secundaria son los padres (salvo en honrosas excepciones, que ya se han comentado), y que el riesgo de oxidación no compensa dicha práctica.

Para quien quiera más detalles acerca de la autólisis, puede leer el artículo de Birrocracia titulado “Autólisis, ¿realidad o ficción?” [¡plink!]

Pensando en voz alta: réplica de recetas

Una gran fuente de inspiración, obligatoria (en mi humilde opinión) a la hora de aprender a elaborar cerveza en casa, son las recetas de otros. Ya sean procedentes de un foro, te la ha pasado un colega jombrigüer, la has visto en una revista o viene en un libro, constituyen un paso imprescindible anterior al propio desarrollo de tus propias recetas.

Esto es, coges unas indicaciones concretas esperando un resultado concreto y a través de la práctica vas entendiendo el funcionamiento de los procesos, ingredientes y métodos de elaboración. O al menos, ese es el método del jombrigüer autodidacta más extendido.

Y a pesar de que son muy-muy útiles, las recetas que suelen compartirse no están bien planteadas. Por ejemplo, muchas te dicen cuántos gramos de lúpulo echar para según qué volumen de cerveza, en lugar de indicarte a qué IBU tienes que apuntar, y cómo repartirlos durante la fase de hervido. Que lo primero puede valer cuando empiezas, pero resulta muy impreciso cuando empiezas a entender algo de elaboración de cerveza.

Pues lo mismo pasa con el programa de maceración (ya explicamos un poco cómo manejarlo en este artículo [¡plink!]), y por supuesto, también pasa con el plan de fermentación.

Muchas recetas indican: “levadura: Safale-05”, sin más detalle. Otras se aventuran y dan un rango de temperatura “fermentación a 21-22 °C”, lo cual ya es algo.

Sin embargo, si realmente alguien quiere transmitir los resultados a través de una receta para compartir, además de especificar con más detalle a través de qué maltas conseguir cierta densidad, y en qué condiciones de maceración, encajar los IBU durante el hervido y comentarios sobre el agua, debería explicar cómo ha llevado a cabo la fermentación, en el que se vea la cantidad de levadura usada, y algunos hitos como el descanso de diacetilo (si se da el caso), trasiegos (de haberlos) y ante todo, qué temperaturas durante cuánto tiempo.

En definitiva, este post nos sirve de introducción para saber qué ocurre con las levaduras durante nuestra fermentación, pero nos harían falta otros posts, los cuales ya desarrollaremos, donde hablaremos acerca de cómo calcular la cantidad de levadura correcta a inocular, las ventajas del uso de starters de levadura (y su elaboración correcta), cómo evitar los sabores indeseables típicos de la fermentación y demás detalles para cuidar de nuestras levaduras.

Otras referencias:

http://www.brewgeeks.com/the-life-cycle-of-yeast.html
http://www.wyeastlab.com/yeast-fundamentals

Las cuatro palancas del macerado

Todas las fases del proceso de elaboración de cerveza son igual de importantes, pero si hay uno que por su complejidad y variabilidad es clave, es el macerado. Aunque es bien cierto que, sobre todo cuando empiezas, te basta con “intentar no estropear nada”, poco a poco es conveniente profundizar en lo que ocurre cuando mezclas agua y grano.
Según consigues más control del equipo y de la teoría cervecera, te das cuenta de que en la etapa de macerado hay un gran campo donde investigar y un punto de mejora fundamental. Sinceramente, opino que si sabemos lo que ocurre dentro de tu macerador y lo entendemos, aunque sea de manera superficial, podemos tener más campo de juego a la hora de diseñar nuestras recetas y elaborarlas.
En este artículo vamos a dar un repaso a lo que ocurre cuando juntamos nuestra malta molida con el agua calentita y a intentar comprender cómo podemos manejarlo para favorecer los resultados de nuestra cerveza casera.
Este post no se va a encargar de la manera mecánica o práctica de cómo operar el macerado. Es decir, no va a hablar de métodos de lavado o si es mejor un HERMS, o un RIMS, o cómo hacer el recirculado perfecto. Va a hablar de la teoría que se encierra en el macerado, verá el resultado de algún experimento en la práctica y expondrá las variables de las que disponemos los jombrigüeres para que luego, cada cual, haga de su capa un sayo.
Y es necesario aclarar que durante todo el post nos referimos a macerados por infusión simple. Dejamos de lado la decocción, y casi de lado los macerados con escalones de temperatura o los macerados asistidos y cualquier otro tipo de mezcla de los ya nombrados… Vamos a lo simple, que ya habrá tiempo de complicarse.

El concepto simple

Si tuvieras que explicar qué es el macerado a tu abuela, obviando tecnicismos y factores variables, podríamos decir que el macerado consiste en ‘extraer’ los azúcares que hay en la malta (y otros adjuntos) y conseguir diluirlos en agua. Este caldo o sopa de cereales azucarada (no dejéis de probar todos los mostos que consigáis) se denomina “mosto”, en analogía con el jugo de la uva cuando la exprimes, antes de fermentarse y tener vino.
La comparación con el vino a veces resulta muy gráfica. Casi todo el mundo entiende que si aplastas las uvas y pones a fermentar el zumo resultante (lleno de azúcares), cosa que basta con mezclarlo con la propia piel de la uva (llena de levaduras salvajes), acabas teniendo vino. No estoy diciendo si consigues un vino de buena calidad, pero acabas teniendo vino. Dado que la cerveza también es una bebida alcohólica fermentada y que si aplastamos la cebada no sale ningún jugo (al contrario que con las uvas), tenemos que añadirlo a un medio líquido para obrar el milagro.
Sin embargo, aquí es cuando la cosa empieza a complicarse, ya que entran en juego muchos factores que van a influir en el resultado, a favor o en contra. Desde la composición propia del agua, de la propia malta, de las temperaturas, del ratio agua/malta y del propio tiempo en el que ocurre todo esto, entre otras cosas, vamos a conseguir un mosto de uno u otro tipo.
De manera simplista, podemos decir que dentro de la malta nos encontramos con una gran cantidad de almidón por un lado, y con cierto contenido de diferentes enzimas, por el otro. Gracias a nuestra intervención, hidratando la malta con agua caliente, vamos a conseguir activar esas enzimas, las cuales están “programadas” para descomponer el almidón en azúcares más simples (cadenas más cortas de azúcares), que finalmente, podrán servir como alimento de las levaduras durante la fermentación.
Una definición igual de simple pero más acertada sería que lo que vamos a hacer mediante el macerado, es convertir los almidones que están en los cereales a macerar (no solo malta o cebada, sino también maíz, avena, trigo, arroz…) en azúcares que sean fermentables, esto es, que la levadura pueda usarlos para fermentar. Y esta “conversión” solo ocurrirá mediante un proceso llevado a cabo por enzimas que de manera natural se encuentran en la malta.

Complicando el concepto

Empecemos por resaltar un hecho notable: en los tiempos que corren, las malterías han avanzado mucho su conocimiento de los procesos y las técnicas actuales permiten producir maltas muy efectivas a la hora de hacer un macerado. A estas maltas se les conoce como “maltas bien modificadas”, y facilitan mucho la labor del cervecero, que tiende a despreocuparse de ciertas problemáticas que había en el pasado. Por esta cuestión, muchas de las publicaciones más clásicas acerca de elaborar cerveza en casa están un poco obsoletas. Y esto incide en los procesos de hoy.
Hace siglos, las maltas no estaban tan modificadas y podemos decir que había que “acabar de modificarlas” durante el macerado. Eso implicaba algún paso que otro que en la actualidad podemos obviar. Si te atrevieras a maltear cebada en casa, probablemente no lo harías tan bien como una maltería y tendrías que preocuparte de averiguar qué pasos hacían los cerveceros clásicos para complementar un malteado ineficaz. Nos vamos a permitir del lujo de dejar de lado pasos engorrosos como la degradación de los betaglucanos y de las proteínas.
A modo de curiosidad, podemos decir que se hacían varios escalones a bajas temperaturas (35 °C, 45 °C,  55 °C) para activar enzimas desramificadoras y proteínas que beneficiarán los procesos que están por llegar. Las enzimas que actúan en ese rango bajo de temperaturas se conocen como proteasas, y centran su actividad en las proteínas del mosto.
Otro tipo de enzimas, conocidas como amilasas, nos van a dar mejores satisfacciones y son las que se van a llevar todo nuestro amor y todo nuestro cariño.

Las enzimas amilasas

Nuestras “más mejores” amigas durante el macerado van a ser dos enzimas concretas, que van a pilotar casi todo el proceso (y pongo “casi todo el proceso” porque además de que poner “todo” es inexacto, tengo miedo de que un cervecero fanático me escriba un e-mail poniéndome de vuelta y media), que son las alfa-amilasas y la beta-amilasas. En realidad, son proteínas y son unas auténticas picadoras, cortadoras, desmenuzadoras, acuchilladoras y destrozadoras de almidones.

  • La alfa-amilasa trabaja más cómoda en rangos de temperatura más altos que su prima la beta-amilasa, y convierte el almidón en dextrinas. Estas dextrinas son cadenas largas de azúcares que pueden ser no digeribles por la levadura. Un mosto “dextrinoso” es un mosto macerado en un rango de temperatura alto, cercano a los 70 °C y que (teóricamente) va resultar en una cerveza con un dulzor residual, compuestos complejos de sabor derivados de estos azúcares y con cuerpo.
  • La beta-amilasa trabaja mejor en un rango de temperatura más bajo que las alfa-amilasas, y pulveriza partes del almidón y de las dextrinas que ha fabricado la alfa-amilasa en azúcares sencillos, como la maltosa, fácilmente asimilable por la levadura. Es favorecida por empastes ligeros. Se desactiva alrededor de los 70 °C. En rangos generales, cuánto más baja sea la temperatura del macerado, más fermentable será el mosto y la cerveza resultante, más seca.

Aquí llega entonces el primer cisma del macerado. En las guías para principiantes, siempre se aconsejan distintos rangos de temperatura de macerado… que si entre 66-68 °C, que si 63-67 °C, que si 65-66 °C…. Si bien es cierto que a un jombrigüer novato no vas a calentarle la cabeza con todos estos factores, también es verdad que llega el momento de ver un poco más con detalle qué ocurre en el macerado.
A alguien que empieza, lo que más le gusta es ver a su airlock borbotear como un adolescente que acaba de descubrir una plataforma gratuita de videos eróticos en internet. Y dejarse, por el momento, de alfa-amilasas, betaglucanos, dextrinas y pH. Pero si con el tiempo no avanzas, el perfil de las cervezas que vayas elaborando será muy parecido, en cuanto a cuerpo. No hay nada malo en eso, pero hay que tener en cuenta que no todos los estilos tienen el mismo cuerpo, y lo mucho que favorece un cuerpo pleno a ciertos estilos contundentes…
Si queremos jugar con el cuerpo de las cervezas (azúcares residuales, o densidades finales más altas) o con sabores más complejos provenientes de la malta, tendremos que favorecer el trabajo de la alfa-amilasa y dificultar el de la beta-amilasa. Veremos, además, que esto no es tan fácil hoy en día por las maltas modernas y la alternativa.
Como veremos muy pronto, hay cuatro factores qué podemos modificar para ajustar nuestro macerado. Un factor es el tiempo de macerado, otro, el rango de temperatura, el tercero sería el pH, y el cuarto, el ratio agua:grano del empaste.
Hay que dejar claro desde un principio que, aunque las condiciones no sean del todo óptimas para una enzima, no quiere decir que la enzima no siga trabajando. No son enzimas cuadriculadas, que funcionan a golpes de resortes, ni sindicalistas. Seguirán actuando, pero de manera más lenta, por lo que la enzima que tenga las condiciones más favorables será la que actúe de manera notable.

Don Almidón y Doña Dextrina

   Hemos hablado tanto de almidones como de dextrinas, pero no hemos explicado, al menos de forma orientativa, lo que son.
A lo bruto, podemos decir que el almidón no es otra cosa que un montón de azúcares, sencillos y no tan sencillos, unidos entre sí. Si el almidón se hubiera descubierto hoy, los científicos le hubieran bautizado como “azucarako” y lo hubieran definido como “algo petado de glucosas todas juntas y apelotonadas”.
El almidón de la malta se encuentra en dos formas (que la gente que es muy lista, los llama “polímeros de glucosa”), una de ellas es la amilosa (un 25%) y la otra, la amilopectina (el otro 75%). La amilosa son cadenas largas de glucosa no ramificadas, mientras que las amilopectinas son más complejas, puesto que las cadenas de glucosa sí están ramificadas (tienen forma de árbol). La beta-amilasa y las alfa-amilasas van a atacar a cada uno de los almidones de manera diferente, pero el resultado serán cadenas de más cortas de azúcares.
Los textos más avanzados sobre la química del macerado te explican con detenimiento los enlaces de la molécula de glucosa de almidón que es atacada por cada enzima y ponen muchas palabras con muchas letras, pero creo que lo mejor es una visión pragmática del asunto (y divertida, dentro de lo que cabe). Esto es, que hay que tener claro que la alfa-amilasa va a romper el almidón en cadenas más cortas de azúcares, de los cuales muchos serán fermentables, pero también va a crear dextrinas, que no lo son tanto. En cambio, la beta-amilasa, va a actuar en los finales de las cadenas de azúcares, rompiéndolas en cadenas muy cortas (como, por ejemplo, dos azúcares, o sea, disacáridos, como la maltosa).

4P_01_Amilopectina a glucosa

Así, al final del todo tendremos un mosto lleno de azúcares simples (monosacáridos como la glucosa), de disacáridos (dos azúcares, como por ejemplo, dos glucosas juntas, que se conocen como “maltosa”), algunas cadenas de trisacáridos (tres glucosas juntas, conocidas como “maltrotriosa”) y las ya archifamosas dextrinas, que son cadenas de azúcares más largas, menos digeribles por la levadura, por lo que no van a fermentar bien y una parte (más grande o más pequeña) se van a quedar en el mosto, añadiendo complejidad y cuerpo a la cerveza.
Por tanto, en realidad, el macerado se trata de bajar y subir palancas imaginarias de nuestra máquina imaginaria para ajustar las proporciones de azúcares fermentables y dextrinas, y conseguir la cerveza que nos proponíamos: con más o menos cuerpo, más dulce o más seca.

Y las enzimas, ¿son gratis?

Ya se ha dicho que la malta guarda en su interior las enzimas necesarias para desmontar (licuar) los almidones que también vienen con la malta… ¡un grano de malta es un kit completo! Sin embargo, conviene matizar este punto para un total entendimiento del proceso. Es necesario un cierto equilibrio/proporción entre almidones y enzimas, para lograr un macerado óptimo. Por ejemplo, en el artículo acerca de usar arroz en nuestros macerados [¡plink!] comentábamos el problema al que se enfrentaron los colonos europeos en los Estados Unidos cuando querían usar maltas de cebada americana de 6 hileras. El contenido en enzimas era demasiado, lo que provocaba efectos indeseables por dicho exceso de proteínas (como la turbidez), así que se les ocurrió el uso de arroz como fuente de almidones para compensar la proporción con las enzimas.
En el artículo titulado “El secreto está en la malta”, ya introdujimos el concepto de poder diastásico [¡plink!] o como me gusta llamarlo, el “poderío enzimático”, que habla justo esta circunstancia y que no vamos a repetir aquí, pero que conviene tener claro.
En nuestros macerados caseros, rara vez tendremos problemas como los de los colonos americanos, pero existe la posibilidad de que incluyamos un porcentaje elevado de grano sin contenido enzimático y tengamos el problema inverso: muchos almidones y pocas enzimas que los trabajen. La recomendación más extendida es no bajar la malta base (Pale/Pils) por debajo del 70%, y si lo hacemos, recordemos que otras maltas como la Munich o Vienna tienen menos enzimas, y que van teniendo aún menos cuanto más oscuras son, ya que el propio proceso de fabricación aniquila las enzimas.
Por poner ejemplos, las maltas bases pueden tener entre un 100 – 140 °L de poderío enzimático (a veces más, como la malta de 6 hileras, o a veces menos, como ciertas maltas inglesas), la Munich ronda los 70 °L, pero si está muy tostada, bajaría a los 20-30 °L. La malta chocolate, la Black y las Crystal, tienen un 0 °L, o lo que es lo mismo: no contiene enzimas.

Fases del macerado, con almidones y a lo loco

Este “proceso enzimático”, que conocemos como macerado, lo podrás leer en muchos sitios como “sacarificación”, debido a que es la palabra técnica que define al proceso de romper azúcares complejos (como el almidón) en sus compuestos más simples. Sin embargo, en realidad es el paso final del macerado, cuando ocurre el milagro y las amilasas han hecho chop-suey con el almidón.
Las fases del macerado, teniendo en cuenta el proceso químico, y no el mecánico de gestionar y mover el mosto, descritas de forma escueta, serían las siguientes:

Remojado

Donde hacemos la mezcla de malta molida y agua caliente, para ajustarlo a una temperatura o rango de temperatura concreto, y aprovechamos (una vez la mezcla se haya asentado), para medir el pH y ajustarlo si es necesario.

Gelatinización

La gelatinización llega a los oídos de los jombrigüeres tarde o temprano. En realidad, resulta un concepto familiar por la popularidad de la palabra “gelatina”, y se acopla a nuestro vocabulario de manera normal. Pero… ¿sabemos lo que es?
Cuando tienes la malta en su saco, los almidones no están disponibles, están dentro del grano, y hay que facilitar su extracción. Lo primero que hacemos es romper el grano, a través de la molienda, llenando todo de polvo, pero a la vez vamos a permitir que el “medio almidonado” del interior del grano quede expuesto.
Ahora tenemos que pensar a nivel molecular. El almidón empieza a absorber agua, por lo que se va hinchando. Esta hinchazón provocada por el agua empieza a alterar la estructura del almidón, volviéndose inestable. Si la temperatura del agua es la adecuada, el almidón acabará descomponiéndose en partes más pequeñas, así que el contenido de la molécula del almidón se “funde” con el agua (en realidad, se combina), lo que provoca cierta pastosidad consistente, como si estuviéramos haciendo unas gachas.
Con esta impresionante imagen mental, donde una molécula de almidón empieza a hincharse con el agua y se degrada hasta deshacerse por completo como la bruja del Mago de Oz, pasamos a conocer los conceptos básicos: ese punto, cuando el almidón se degrada en partes más pequeñas es lo que conoce como “temperatura de gelatinización”. Y se da la circunstancia de que cada fuente de almidón gelatiniza a temperaturas distintas. Un almidón de la malta de cebada gelatiniza entre los 63 y los 69 °C (como siempre, dependiendo del libro que mires, encontrarás variaciones en esta información), aunque el almidón de la cebada cruda, sin maltear, gelatiniza entre los 60 y los 62 °C. Otros ejemplos, serían: un almidón proveniente de la patata gelatiniza entre los 55 y los 71 °C, el del trigo entre los 52 y los 66 °C y el del arroz, pues… ¡depende del arroz!, los hay del rango 61-82, del 66-68, del 71-74…
Al fenómeno químico de que una sustancia orgánica como el almidón de descomponga por acción del agua se le denomina “hidrólisis”.

Licuefacción

Y llegados al punto donde el almidón ha sido gelatinizado, las partes más pequeñas, que son las amilosas y las amilopectinas, están libres en el agua, llega el momento de la licuefacción. La licuefacción es la fase del macerado donde entran en juego las enzimas y empiezan a partir las cadenas largas de azúcares en otras más pequeñas.

Sacarificación

El mosto es ahora un caldo lleno de dextrinas. Esto es, cadenas largas de azúcares (de incluso 10 o 20 moléculas de glucosa) que no van a poder ser metabolizadas por la levadura, así que necesitamos un nuevo paso de degradación, para conseguir esas moléculas de 1 o 2 azúcares (glucosa o maltosa). Y el proceso en sí por el cual una enzima rompe una cadena compleja de azúcares en otra más pequeña de monosacáridos o disacáridos, se denomina “sacarificación”. Es justo la parte que nos gusta manejar a los cerveceros para hacer el mosto a nuestra medida, y que está descrita con más detenimiento en otras partes del artículo.

4P_02_degradación

Las cuatro palancas

Antes nos referíamos al macerado como un juego de palancas que podemos ajustar para conseguir diferentes resultados. Pues esas palancas, en concreto, son cuatro, y sobre ellas están las siguientes etiquetas: tiempo, temperatura, pH y empaste. Si se entiende lo que ocurre en el macerado, a la hora de crear una receta, y luego, elaborarla, el jombrigüer tiene el control para poder jugar con estas palancas y conseguir la cerveza que quiera. O al menos, en teoría.

Primera palanca | El tiempo

Dando el suficiente tiempo de trabajo a las enzimas, conseguiremos un macerado más eficaz (ergo, rendimientos más altos), pero un macerado de cinco horas es bastante aburrido, y costoso de mantener (en energía, que siempre es dinero). Así que hay conseguir la conversión del almidón en azúcares simples en un tiempo razonable.4P_03_MASHING MACHINE
Evidentemente, cuanto más tiempo se emplee en el rango de temperatura óptimo para cada una de las enzimas, va a tener una potenciación de la actividad. Y dicha actividad, un efecto concreto en el mosto resultante, que no siempre va a ser positivo.
Por ejemplo, en rangos bajos de temperatura (esos que hemos dicho que es mejor olvidarnos si usamos maltas bien modificadas), un breve tiempo de actividad de las proteasas va a favorecer la claridad de la cerveza. Sin embargo, si el tiempo de actividad es prolongado, incidirá directamente en un problema en la generación de la espuma de servido. Por estas cosas es preferible no gestionar el macerado al azar, sin saber qué consecuencias tiene cada decisión.
Por tanto, un mayor tiempo dedicado al rango favorable de la alfa-amilasa va a provocar una mayor proliferación de las dextrinas, y más tiempo en rangos bajos de temperatura, favorecerá la actuación de la beta-amilasa y el mosto será más fermentable, por lo que conseguiremos una mayor atenuación al fermentar, más alcohol y una cerveza más seca.
A pesar de lo dicho, se dice que, a partir de los 60 minutos de macerado, la actividad enzimática se empieza a ralentizar, lo que no quiere decir que se detenga. Está comprobado que macerados más duraderos tienen un mejor rendimiento.
Existe un método muy rudimentario para controlar la actividad de la sacarificación, que es mediante la prueba del yodo, que vamos a comentar más adelante. Mediante esta prueba, sabrás si merece la pena alargar el macerado o ya ha transcurrido el tiempo suficiente.
Macerados muy eficientes completan la conversión en media hora, aunque lo usual y más extendido es apuntar a una hora para asegurarse una conversión completa. Como esto depende mucho de los equipos, del volumen del lote y de procesos auxiliares (como remover el empaste o recircular el mosto), no hay una guía fija que seguir y una vez más hay que recurrir a la experiencia.

Segunda Palanca | Temperatura

A estas alturas, ya sabemos de forma más que intuitiva que la temperatura del macerado incidirá de forma directa en la actividad de nuestras enzimas amigas. Además, a lo largo y ancho de internet podemos encontrar diferentes consejos acerca de cómo manejarse en este campo e incluso rangos contradictorios sobre los rangos de temperatura aconsejables para cada enzima. Además, los jombrigüeres-maniacos querrán clavar la temperatura de su macerado para lograr un clímax enzimático divino que impulse a las beta-amilasas a trabajar marcándose una coreografía grupal hasta la extenuación… Y mi consejo es no volverse muy loco. La “fluctuosidad” de los elementos de medición que tenemos en casa deja mucho que desear, así como que posiblemente, la temperatura de tu macerador no sea única en todo el volumen macerado. Es probable que la superficie tenga una temperatura, el fondo otra (sobre todo si aplicas calor por ahí) y diferentes puntos intermedios, otras distintas. Incluso, si te trabajas un sistema de recirculación continua para evitar diferentes zonas de temperatura, es probable que en realidad lo que estés consiguiendo es que la temperatura te fluctúe ciertos Celsius (o parte de ellos) de manera cíclica. Mantened la calma. Estamos haciendo cerveza en casa, las vidas de millones de personas no dependen de la temperatura de tu macerado, así que apunta a la temperatura que quieres/necesitas y hazlo lo mejor que puedas para ajustarla. Además, como veremos enseguida, dependiendo de la publicación que consultes, tendrás un baile de temperaturas y rangos que te producirá palpitaciones malsanas si lo que pretendes es controlarlo todo al dedillo. Y para rematar, veremos un par de experimentos un tanto descorazonadores.
En cualquier caso, una temperatura demasiado alta, destruirá las enzimas o las dejará inactivas (posiblemente para siempre), y una temperatura demasiado baja, no conseguirá activarlas, al menos por completo. No hay un consenso al 100% entre toda la literatura que he consultado para definir el rango concreto de temperaturas para la alfa y la beta amilasa. Si bien el rango del “escalón de sacarificación” normalmente va de 65 °C a 71 °C, ya va a depender del estilo de cerveza concretar qué temperatura (o temperaturas) usar. No es lo mismo elaborar una Scotch Ale donde buscamos cierto dulzor residual maltoso, y abusaríamos de la confianza de las alfa-amilasas, que por ejemplo, una German Altbier, donde vamos a buscar una atenuación salvaje, por lo que buscaremos un macerado “más fresquito”.
En el Radical Brewing, de Randy Mosher, por ejemplo, se dice que las alfa-amilasas trabajan en rango óptimo entre 65,5 y 71 °C, mientras que las beta-amilasas, entre 60 y 65,5 °C. Randy aconseja trabajar a 65,5 °C y mantenerlo una hora para conseguir un mosto que se convertirá en una cerveza maravillosa. Lo cual no es mal consejo (nunca puede ser malo viniendo de Randy) porque según su información, a esa temperatura actuarán tanto las alfa como las beta amilasas y nadie quisiera ser un almidón viviendo en ese empaste… John Palmer en el How to Brew [¡plink!]dice que la alfa amilasa trabaja mejor entre 67,7 y 72,2 °C, y que la beta amilasa entre 55 y 65,5 °C (siendo 67,7 °C la temperatura a la que deja de actuar).
En BeerSmithTM podemos ver [¡plink!] que recomiendan un rango total de entre 63 y 69 °C, concretando luego que el 68 – 75 °C es para la alfa amilasa, y 54-65 °C para la beta amilasa. En este artículo de Dave Green publicado en la revista Brew Your Own en 2008 [¡plink!] y titulado “The Science of Step Mashing” se dice que la beta-amilasa trabaja en rango óptimo entre 54-66 °C (con especial énfasis a los 64 °C, y quedando inactiva a los 71 °C. Respecto a la alfa-amilasa, se dice que su rango ideal sería el de 66-71 °C (mejor a 70 °C) y que a partir de 77 °C deja de trabajar.
Un último ejemplo, en el libro Brewing de Michael J. Lewis y Tom W. Young apuntan que la alfa amilasa trabaja a 70 °C (e incluso a “temperaturas más altas”) mientras que la beta amilasa trabaja en un rango de entre 55 y 60 °C, para acabar añadiendo que la alfa amilasa trabaja entre 10 y 15 °C más alto que la alfa amilasa.

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Podríamos seguir poniendo ejemplos de diferentes publicaciones especializadas, pero visto lo visto, mirando el cuadro resumen, tenemos suficiente información y contrastes para trabajar. Como se dice continuamente en todos los artículos del blog, lo mejor es la experimentación y la experiencia propia. Coge estos datos y aplícalos a tus elaboraciones diarias, evalúa los resultados, cambia algo para ver cómo afecta y aprende del resultado.
Como colofón, en este curioso post [¡plink!] Se habla de un concepto muy bonito. Su autor, Jake McWhirter (quien ha tenido la amabilidad de dejarme usarlo aquí), ha desarrollado la “ventana del cervecero”, un espacio dentro de un gráfico donde se ve la actividad de la alfa-amilasa en porcentaje, con su curva en base a la temperatura, y que reproducimos aquí por su valor visual. Un cuadro parecido, pero menos visual, con el mismo concepto, se encuentra en la página 241 del libro Brewing (segunda edición) de Michael J. Lewis and Tom W. Young, pero preferimos reproducir el de Jake.

4P_05_Ventana del cervecero

Los jombrigüeres aplicados pueden leerse este estudio de la Brewing Research Foundation, titulado “The effects of mashing temperature and mash thickness on wort carbohydrate composition”, donde hay interesantes cuadros de la actividad de las amilasas [¡plink!].

Cuadrando la temperatura de macerado (La “fluctuosidad” del asunto)

En la práctica, para conseguir una temperatura concreta, hay que llenar el macerador con el volumen de agua que queremos (de acuerdo con un empaste objetivo, del que hablaremos más abajo) y luego añadir el grano al agua. Como el agua va a perder grados por el camino, primero al entrar en contacto con el macerador, y luego, al enfriarse un poco más por culpa del grano, lo suyo es calcular la temperatura inicial del agua, previendo que bajará al punto que tú quieres cuando la mezcla se complete y la temperatura se homogenice. Si repites la misma receta una y otra vez, no te hará falta hacer los cálculos siempre que elabores, ya que los factores más importantes son la temperatura objetivo, la relación agua:grano (empaste) y la temperatura del grano. Las calculadoras de internet, como por ejemplo la que hay en la ACCE [¡plink!] ayuda mucho. Casi siempre este tipo de calculadoras te darán la pista definitiva para saber a qué temperatura poner el agua. Además, ya sabemos que no hay volverse loco tratando de ajustarlo todo a la décima de Celsius.
De vez en cuando, te encontrarás con algún problema, y el cálculo no ha funcionado del todo bien, así que conviene tener un plan alternativo para ajustar de manera rápida la temperatura del macerado, y seguir adelante con el plan preconcebido del perfil de la receta.
La manera más sencilla es añadir una pequeña cantidad de agua, ya sea fría o caliente, para acabar de clavar la temperatura deseada. La calculadora de la ACCE tiene un apartado para añadir agua caliente si queremos subir la temperatura (diseñada para escalones) [¡plink!] o en Brewer’s Friend tienes una que sirve para subir y bajar la temperatura [¡plink!]. Aunque me parece poco práctica porque para enfriar te hace el cálculo con la temperatura a 10 °C, algo demasiado arbitrario. En realidad, hay mil calculadoras que puedes usar, como la Jim’s Beer Kit [¡plink!].
Lo que hace todo el mundo es añadir agua poco a poco hasta conseguir bajar la temperatura al rango deseado. Si la temperatura a ajustar es poca, también te valdrá si remueves el empaste durante un rato hasta llegar al punto requerido. En equipos más trabajados (RIMS/HERMS), subir la temperatura del macerado conlleva un sencillo recirculado aplicando calor.
En cuanto a qué temperatura elegir macerar, o bien, si elegir varias temperaturas durante un mismo macerado, a más de uno se le ha ocurrido el siguiente planteamiento: si primero macero a una temperatura muy alta, activando las alfa-amilasas, tendré un mosto lleno de cachitos de azúcares, pero un poco grandes (alias “dextrinas”). Si en ese punto, bajo la temperatura, saldrán a correr las beta-amilasas y liquidarán todos esos azúcares en una kermesse enzimática… Y el resultado será un mosto super-fermentable y atenuante… ¡Pues no! Si lo hacemos así, las altas temperaturas que favorecen a las alfa-amilasas desnaturalizarán a las beta-amilasas, que perderán su función biológica, convirtiéndose en enzimas no-muertas que no harán nada para que tu mosto sea más fermentable.
Este planteamiento, que es inútil en una infusión simple, funciona en los macerados por decocción, ya que solo una parte del mosto se lleva a ebullición. Pero de la decocción ya hablaremos en otro artículo. Aquí hemos venido a hablar de la infusión.

Experimento en Brülosophy (Alta temperatura VS. Baja temperatura)

En uno de sus famosos “exbirramentos” de uno de mis blogs de referencia como es Brülosophy, experimentan con la misma receta, pero cambiando la temperatura de macerado. Parten de la base de que la beta-amilasa trabaja en el rango de 55-65 °C y la alfa-amilasa, en el de 68-72 °C, y van a hacer un macerado a 64 °C y a 72 °C. Para resumir el experimento, del que podéis encontrar todos los detalles en el blog original [¡plink!], podemos decir que han usado un kit preparado (Biermuncher’s Centennial Blonde Ale), y ambos macerados han resultado en mostos con una densidad inicial de 1,040, para acabar en una densidad final de 1,005 para el macerado a baja temperatura y de 1,014 en el de alta temperatura. La diferencia de 9 puntos de densidad ya nos constata de forma fiable que van a ser cervezas diferentes, pero el aspecto final de la cerveza también cambia: la espuma es más estable en la macerada a baja temperatura y también la cerveza era más cristalina de forma notable.
Tras la tradicional cata de las muestras, aunque a priori todo iba a indicar que se iba a identificar de manera fácil la diferencia de cuerpo, alcohol (4,4% vs. 3,4%) y el dulzor de la malta entre una y otra, los que notaban la diferencia fueron muy pocos. Es más, cuando se les explicó el experimento a los catadores y se les pidió que identificaran la muestra macerada a mayor temperatura, sólo 4 de 9 supieron señalarla. Lo que parecía muy evidente, al final no lo es tanto.
Como casi todas las veces, parece que “nada de lo que hagas importa”, para los consumidores finales, pero ya hemos visto cómo afecta a los números y a los de morro fino. A partir de aquí, la cerveza y las decisiones, son de cada uno.
Hay un segundo experimento con dos macerados, a 65 y 67 °C [¡plink!]. En cuanto a densidades iniciales, fueron 1,059 para la del macerado a 65 °C contra 1,058 para la de 67 °C (bastante poco indicativo). Las densidades finales también varían, aunque muy poco: 1,008 para la de 65 °C contra 1,009 a 67 °C. El autor del experimento declara no encontrar diferencias entre cuerpo, retención de espuma, espuma generada o cualquier otra característica específica típicamente atribuida a los macerados en rango alto (67 °C no es que sea muy alto). El autor reconoce que pasa una de cada tres pruebas triangulares para identificar la muestra diferente en una cata. Lo que nos viene a decir en este experimento es que no hay apenas diferencia entre macerados de 2 °C de diferencia (al menos, en ese rango de 65-67 °C), lo que nos tranquilizará a la hora de tomar las medidas de temperaturas.
Tanto en el primer experimento que hemos visto como en el segundo, los resultados son un poco descorazonadores, en cuanto a obtener cervezas diferentes. En realidad, mucha culpa de esto lo tienen las maltas bien modificadas, que hacen el trabajo muy fácil para los macerados. Si realmente quieres aumentar el cuerpo de tu cerveza de una manera fiable, conviene añadir maltas que aporten azúcares no fermentables, como las maltas Crystal y Caramelo, que además te van a favorecer la retención de espuma (los supertacañones cerveceros aconsejan un rango de entre un 2 y un 15% del total del grano de la receta, dependiendo del estilo). Otras maltas, como la Special B o incluso las oscuras como la Chocolate o la cebada tostada, también aportan azúcares no fermentables.

Temperatura final (lavado)

Cuando damos el macerado por terminado, el primer paso es subir la temperatura del mismo, habitualmente por encima de los 74 °C (otras fuentes recomiendan 77-78 °C). El paso final del macerado se suele conocer como “lavado”, donde hacemos correr el mosto a través de la cama de grano con la gracia de arrastrar todos los azúcares posibles.
¿Qué conseguimos con este paso? Pues algo realmente importante, que, aunque parezca banal al principio, es bastante sustancial cuando lo entiendes. Si dejas el mosto a su suerte en este punto, las enzimas van a seguir actuando, con más o con menos efectividad, pero podrán variar las cualidades de tu mosto, por ejemplo, las beta-amilasas pueden seguir acuchillando de manera despistada y vaga ciertas dextrinas y aumentar la fermentabilidad, y con ello, bajar el cuerpo de la cerveza, cuando tú precisamente lo que querías es una cerveza con mayor cuerpo.
Si subes la temperatura conseguirás que las enzimas queden inactivas, lo que fijará, de algún modo, la proporción azúcares fermentables y no fermentables que has estado trabajando todo este tiempo. Además, de manera colateral, conseguirás gelatinizar algún almidón residual, lo que te va a permitir un mejor flujo del mosto, algo importante a la hora de vaciar el macerador a través de la cama de grano.

Tercera palanca | El pH

Al igual que hemos visto con las temperaturas, existe otro baile de rangos de pH dependiendo de la publicación que consultes. Lo que hay que tener claro es que nuestras enzimas favoritas van a trabajar bien dependiendo de si el pH es el indicado o no. De nada servirá dejarlas en su rango de temperatura si luego el pH del macerado no está acorde con lo que necesita la enzima concreta, ya que la conversión de los almidones será más costosa (y lenta).
Habitualmente, se suele recomendar un rango de pH para el macerado de entre 5,2 y 5,6 o incluso se acota a 5,3 – 5,6 (medidas tomadas a “temperatura de habitación”, 25 °C).
Pero el baile de cifras da comienzo: Por ejemplo, en el New Brewing Lager Beer, Gregory J. Noonan apunta que el pH idóneo para la alfa amilasa es de 5,1 a 5,9 aunque recomienda un rango de 5,2 a 5,5 para el macerado completo. Ludwig Narziss apuesta por el 5,5 a 5,6… Palmer dice que un rango de 5,4 – 5,8 es lo mejor para el macerado. Un lío.
Además, según el gráfico aportado por Braukaiser [¡plink!] se sabe que la beta amilasa es favorecida por un pH de 5,4 – 5,5 y que a la alfa amilasa le favorece más un 5,6 – 5,8. Pero si observamos bien dicho gráfico, la intensidad del color verde nos proporciona información extra: la enzima trabaja más activa en los colores más intensos, pero vemos que el rango de pH se estira a otros colores más tenues, donde podemos acomodarnos con un pH para todo el macerado.
Con esta información podemos favorecer el trabajo de la alfa amilasa o de la beta amilasa a conveniencia, según el estilo de cerveza que vayamos a hacer.
Aparte de eso, ya dijimos, vía Thean Krueger [¡plink!] que un pH de 5,2 – 5,4 durante el macerado conviene a cervezas claras, mientras que las oscuras (Brown Ales, Stouts…) se favorecen de un rango más alto, 5,6 – 5,8.

4P_06_Extracto tabla ph amilasas
Ya vimos en el post acerca de los mitos más extendidos entre los hombrigüeres [¡plink!] que durante mucho tiempo se creyó que una alta temperatura en el lavado podría arrastrar compuestos (taninos) que iban a provocar cierta astringencia en el mosto. Los últimos estudios, tal y como vimos en el post, delatan que la astringencia se debe a un pH por encima de 6.0.
Por datos como estos, conviene no tomarse el tema del pH a la ligera. No obstante, le dedicaremos un post entero más adelante, para un mejor entendimiento de todo lo que conlleva. Es más, no solo el pH es vital para un buen macerado, si no que la composición del agua también es clave. Por ejemplo, cierto contenido en calcio es esencial, puesto que las amilasas (alfa y beta) son dependientes del calcio, y en su ausencia, no pueden trabajar.

Cómo ajustar el pH del macerado

Aunque este artículo no va de tratamiento de aguas, si no incluía algunas palabras para ayudar al jombrigüer con el pH, sentía como si lo dejara un poco incompleto. Dicho lo cual, no pretendo ahondar mucho en el tema, pero sí vamos a dar algunas indicaciones acerca de cómo manipular el pH para usar bien “la palanca” del pH.
Los métodos para ajustar el pH son variados, aunque casi siempre se recurre a la adición de algún ácido (fosfórico, cítrico o láctico la mayoría de las veces), o mediante cambalaches como la malta acidificada, o incluso con algún producto específico que te soluciona los problemas.
Lo principal es tener un medidor de pH (pH-metro o pehachímetro si eres un rebelde semántico) que te ayude en este paso, bien calibrado. Lo segundo, también importante, sería conocer, aunque sea de manera aproximada, tu agua.
No obstante, como regla general, podemos decir que las cervezas oscuras suelen necesitar menos tratamiento (en cuanto al pH) que las cervezas claras, ya que las maltas tostadas van a producir el efecto colateral de bajar el pH.
Como apunte, el pH del macerado rara vez bajará del 5,2 de manera natural. Sin embargo, sí que puede (de manera natural), ser más alto que los valores recomendados, y en ese caso tocaría actuar para mejorar los resultados.
A continuación, veremos de forma resumida algunos métodos para bajar el valor del pH de tu macerado.

  • Ácido láctico: es un ácido orgánico producido por bacterias (como el lactobacillus). Es bastante accesible y se encuentra barato en muchas tiendas de insumos cerveceros. [¡plink!]. Se suele encontrar líquido, disuelto al 80% – 88%. Conviene leer las indicaciones del fabricante respecto a su utilización y dada la pequeña cantidad que se usa para ajustar el pH, no deja rastros de sabor en la cerveza.
  • Malta ácida (o acidificada): una malta con un poco de historia. Si tenemos en cuenta el cuento mercadotécnico-alemán de la afamada, romántica e inútil Ley de la Pureza [¡plink!], los cerveceros alemanes no podían usar compuestos como ácidos para bajar el pH. Estaban en clara desventaja con otros cerveceros de fuera de Alemania, por lo cual, hecha la ley, hecha la trampa. Desarrollaron una malta acidificada (malta Pilsen de toda la vida, a la cual echaban ácido láctico), la cual, al incluirla en los macerados en los que se necesitaba bajar el pH, actuaba a la perfección y cumpliendo con la “Ley de Pureza” o “Reinheitsgebot”.
  • Ácido fosfórico: Es tan accesible como el ácido láctico en muchos distribuidores de insumos cerveceros. Es un ácido inorgánico, muy común en la fabricación de refrescos y otras industrias alimentarias. No hay impacto en el sabor, cuando las cantidades usadas son coherentes. De hecho, el umbral de percepción del sabor del ácido fosfórico es más alto que el del ácido láctico (es decir, se detectaría antes el lactato que el fosfórico a una cantidad idéntica de ppm).
  • Estabilizadores de pH: Hay productos en el mercado que sirven para facilitarle la vida al jombrigüer, como el 52 pH StabilizerTM de Five Star [¡plink!]. Usando aproximadamente 8 gramos por cada 10 litros de agua, te controla de manera despreocupada el pH del macerado, reduciéndolo a 5,2 y dejándote tiempo para dedicarte a otras cosas. Aunque esta solución parezca mágica, puede que no sea oro todo lo que reluce. Es evidente que al igual que no hay una pastilla milagrosa que cure todas las enfermedades, es lógico pensar que cada agua es un mundo y pueda no servir para todas las aguas. De hecho, en la «Guía Completa de Defectos en la Cerveza» de Thomas Barnes hay un apartado dedicado al descriptor de sabor «5.2», ya que todo indica a que con aguas muy duras (o si se te va la mano), puede influenciar en el sabor. Las malas lenguas apuntan a que este estabilizador se desarrolló para una cervecera en concreto, pero luego comercializado por petición popular. Por tanto, las aguas que se alejen del perfil original  no se verán muy beneficiadas.
  • Incluso, como truco, se podría hacer un escalón de temperatura que favorezca la acidificación del macerado. Conocido en inglés como “acid rest” y mal traducido de manera sistemática como “descanso ácido”, consiste en remojar la malta entre 30 y 52 °C durante unos 20 minutos, de manera habitual. Como va a depender del agua, lo más coherente es hacer el remojado de la malta al rango de temperatura e ir tomando las mediciones del pH cada cierto tiempo para asegurarse el valor adecuado. Este método ya es obsoleto, por incómodo (hay veces que este paso ha empleado horas).

La mayoría de las veces, lo normal es que tu suministro de agua se mantenga estable, por lo que cuando tengas varios perfiles conocidos, simplemente será repetir los ajustes de manera sistemática. No obstante, de vez en cuando los valores del agua, incluso el pH, varían por alguna razón. No viene mal hacer mediciones periódicas del agua, y si tu lote va a ser de un volumen considerable, conviene no fastidiarlo por algo como un pH inadecuado en el macerado.

Cuarta palanca | El empaste

Llamamos empaste a la relación agua/grano de la mezcla en el macerador, también conocido como “disolución”, pero como es menos glamuroso lo seguiremos llamando empaste. Muchas veces se tiene poco en cuenta, pero es necesario saber que empastes más espesos (de 1,7 a 2,6 litros de agua por cada kilo de grano), provocará que las enzimas tengan más movilidad, y actúen más rápido. Sin embargo, tienen una vida más corta. En general, los empastes más espesos son más fermentables.
Empastes más ligeros o aguados (más de 3 litros de agua por cada kilo de grano), provocará que la actividad de las enzimas sea más lenta, por lo que el mosto resultante será menos fermentable, aunque si se alarga el tiempo, podemos compensar ese punto. También favorece que haya más contenido de nitrógeno soluble en el mosto.
En este interesante artículo de Tom Flores, de 1999 [¡plink!] se afirma, entre otras cosas, que a nivel profesional el macerado se pilota en rangos de entre 2 y 4 litros de agua por grano, y más específicamente, entre 2,5 a 3,2.
Y en una animada conversación con el compañero bloguero, filósofo y orador de Birrocracia [¡plink!] durante la redacción de este post, hablamos acerca de que la clave está en la dispersión. Esto es, en un empaste muy líquido las enzimas tienden a estar más dispersas y actúan en el almidón con mayor dificultad. Como ejemplo para entenderlo, puedes pensar en 2 pilas de cien platos cada uno, la primera la lavas con una cierta cantidad de agua y una cierta cantidad de jabón. La segunda, sin embargo, la lavas con la misma cantidad de jabón, pero con el doble de agua. En el segundo caso lavarás mejor, porque la concentración de jabón será más pequeña. Además, está el hecho de que cuando hacemos macerados con maltas oscuras, convienen macerados más densos y lavados más intensos (no bajará el pH), mientras que las birras claras… convienen macerados más líquidos, pero lavar con menos agua.
Como comentario final para conocer este punto de manera más clara, podemos acudir de nuevo a Brülosophy y ver qué pasa cuando haces la misma receta con un empaste de 2,5:1 y otro de 5:1 [¡plink!]. En este caso, al elaborar una Southern Summer Pale Ale, el macerado con empaste estándar (el de 2,5:1) empezó en una densidad inicial de 1,052 y acabó en 1,010, mientras que el macerado más diluido (5:1) empezó en 1,051 y acabó en 1,012. En la cata de las cervezas, sólo 5 de los 24 catadores supieron identificar la muestra que sabía diferente. Por tanto, una vez más, Brülosophy nos dice, al menos para ese estilo de cerveza, que salvo por un 0,4% de alcohol, las cervezas resultantes eran idénticas.
Si vas a aplicar calor directamente al macerado para controlar la temperatura, debes huir de empastes espesos, para evitar quemar el grano.
Quizá, para aprovechar el empaste, visto lo visto, habría que jugar un poco más con las temperaturas y el tiempo, en lugar de mantener un macerado por infusión simple mono-temperatura. O también, empezar a pensar que la teoría y la práctica discurren por sendas paralelas que no se tocan ni en el más oscuro de los infinitos.

Consideraciones finales

Muchas veces, además, al conocer cómo funcionan estas “palancas”, puedes compensar algún error o deficiencia en alguno de los parámetros por medio del ajuste de otro. Pongamos que tienes un pH de macerado de 5.7 pero no puedes manipularlo. Como sabes que las enzimas trabajarán más lentas, puedes alargar el macerado, o hacerlo más espeso, para que las enzimas estén activas más tiempo. O ambas cosas.

4P_07_cuadro tiempos - temperatura macerado

Existen otros parámetros que también influyen en el macerado, pero no he visto conveniente incluirlos en la categoría de “palancas”.
Por ejemplo, la molienda influirá en el macerado, pero no es algo que estimo que puedas manipular a placer para conseguir un efecto u otro. Hay una molienda efectiva, y una molienda mal hecha. Lo ideal es hacer la molienda de la malta de la manera óptima, y no perder tiempo ni dinero haciéndolo mal.
La planificación del macerado, con un escalado de temperaturas programado, evidentemente, tendrá impacto en el macerado, pero para eso ya tenemos las palancas de tiempo y temperatura, no haría falta otra palanca extra.
El poder diastásico de la malta, del que ya hablamos aquí [¡plink!] también influirá en el resultado del macerado, pero muchas veces ni lo conoceremos, por lo que al igual que la molienda, lo suyo es conseguir malta fresca de calidad, bien modificada, y jugar con los parámetros que están a nuestro alcance.
Y como último apunte (ya para “nota”), hay una corriente de cerveceros que tienen muy en cuenta la oxidación en caliente, o HSA (Hot Side Aeration) en inglés. Vendría a decir que la presencia de oxígeno en el macerado va a afectar negativamente al sabor de la malta, atenuando o cambiando el original, así que chapoteos varios o lanzar el mosto desde altura podría perjudicar el resultado de la cerveza. A pesar de que Denny Conn lo desmiente en el artículo de los mitos más extendidos entre los jombrigüeres [¡plink!], si el tema te interesa puedes leer la traducción de un estudio acerca de este tema en el blog de Homebrewer.es [¡plink!], que te hará replantearte (o no) todo lo aprendido sobre la dichosa oxidación.

Conclusión

En definitiva, si estás empezando a hacer cerveza en casa, procura dirigir tus esfuerzos para conseguir un macerado entre 65 y 67 °C. Muchas veces, incluso 68 °C vendrán bien si tu macerador tiende a perder mucha temperatura (por ejemplo, si haces un macerado en BIAB donde la olla está poco aislada). Y poco a poco, jugar con 3 o 4 grados menos cada vez que elabores un nuevo lote. Así tendrás pruebas de contraste y conocerás los efectos de los cambios de temperatura. El resto de palancas y ajustes, vendrán con el tiempo.
Si ya llevas varios lotes a cuestas y tienes el alma inquieta, esta información te servirá para manejarte en tus siguientes recetas. No hay que dejar de experimentar, ni de aprender.

Prueba del yodo

Como hemos indicado en el apartado dedicado al tiempo, el método para saber si la sacarificación se ha completado o merece la pena emplear más tiempo en este proceso, se llama “prueba del yodo”, por la sencilla razón de que se emplea yodo para que éste reaccione con el mosto.
Es una prueba muy, muy sencilla. Consiste en coger muestras del macerado, evitando a toda costa los restos del grano. Los granos contendrán almidón de forma irremediable y te falsearán las pruebas. Cuando el yodo entre en contacto con el mosto, cambiará de color. Si cambia a colores amarillentos, ambarinos o tonos marrones, la conversión del almidón ha sido completa y puedes dar el macerado por acabado.
Si el yodo se vuelve azul oscuro, púrpura o negro, todavía hay almidones que convertir, y la mejor idea es dejar a tus amigas las enzimas trabajar durante un cuarto de hora más antes de repetir el test. Comprueba, además, la temperatura, no sea que esté en un rango equivocado y las enzimas no estén trabajando. Como siempre, macerado tras macerado, conocerás por la práctica cuánto tardas en completar la conversión de almidones y la prueba del yodo será un vago recuerdo de tu infancia cervecera.
Otro truco de “viejo cervecero” es extraer un poco de mosto y observarlo a la luz. Si el mosto es claro (sin turbidez), estaría en un buen punto de pasar al siguiente paso. Si el mosto presenta turbidez, es preferible aguantarlo más tiempo para conseguir una mejor clarificación.

Referencias:

  • Mashing Basics (Marc Sedam, Zymurgy March/April 2002)
  • Teoría de la Maceración (Pablo Gigliarelli, Revista MASH 2004) [¡plink!]
  • The Theory of Mashing (com) [¡plink!]
  • Brewer’s Window: What Temperature Should I Mash at? [¡plink!]
  • New Brewing Lager Beer (Gregory J. Noonan)
  • Homebrew Manual: A simple, ilustrated introduction to single infusión mash temperatures [¡plink!]
  • “The Science of Step Mashing” (Dave Green, Revisa Brew Your Own, 2008) [¡plink!]
  • “Brewing” (Michael J. Lewis y Tom W. Young)
  • Managing Mash Thickness (Tom Flores, BYO, febrero 1999) [¡plink!]
  • Mashing Variables: Techniques (Chris Colby, BYO, mayo/junio 2006) [¡plink!]
  • Wizard; What mash temperaturas create a sweet or dry beer? [¡plink!]
  • The Brewer’s Companion (Randy Mosher)

Agua para cerveza | Introducción a la química (by The Kruger Brewer)

Respecto al agua, ya escribimos hace algún tiempo un post introductorio para hacer reflexionar al jombrigüer de a pie sobre la importancia que tiene el ingrediente mayoritario de la cerveza. El artículo en sí tenía el título nada amigable de “Monóxido de Dihidrógeno | El ingrediente clave de la cerveza”, y podéis echarle un vistazo en este link [¡plink!].

El agua en la cerveza es un tema realmente apasionante, y en Cervezomicón lo sabemos. En la redacción del blog, un sitio oscuro, malsano, lleno de Erlenmeyers con levadura corrompida y sin aire acondicionado, se acumulan legajos de artículos incompletos que esperan ver la luz algún día, cuando puedan ser corregidos, completados y ordenados en pasos lógicos.

Mientras eso ocurre, Thean Leonard Kruger, del blog “The Kruger Brewer” ha publicado un interesante artículo (antes, como viene siendo costumbre, ya apareció en homebretalk.com) sobre el elemento acuoso, que amablemente me ha ofrecido a publicar aquí para el público hispanohablante.

El artículo en sí está muy bien porque la información va dirigida a quien no haya tratado nunca el agua y que no tenga conocimientos básicos de química. Es más, huye de cualquier explicación complicada para mantener la simpleza de las indicaciones. Es ideal para iniciarse en este campo, aunque se tengan que asumir las instrucciones como dogma de fe. Más adelante, ya tendremos tiempo de complicarnos con explicaciones, que lo haremos (¡voto a Bríos!). De hecho, constituye un paso lógico después del primer artículo que planteaba al jombrigüer datos precisos para que considerara tratar el agua, y antes de complicarse la vida con conceptos más profundos y difíciles de asumir (entender el pH, la alcalinidad, qué cantidad de cada ion se aporta según el compuesto añadido y otras cosillas resulta un poco… incómodo, por así decirlo). Con estas indicaciones breves, sin apenas más conocimientos, se pueden obtener buenos resultados muy pronto.

Ya tradujimos otro artículo de “The Kruger Brewer”, relativo al uso de cereales sin maltear en la elaboración de cerveza, que podéis encontrar en el link [¡plink!]. Y para los más inquietos que quieran ir directamente a la fuente original, pueden leer el artículo en inglés “Easy Brewing Water Chemistry” en este otro link [¡plink!].

Introducción al tratamiento de agua para la elaboración de cerveza

Seguro que ya te has dado cuenta de que la cerveza contiene más de un 90% de agua, por lo que, si decimos que el agua con la que hacemos el macerado es importante, estaremos diciendo una obviedad de proporciones galácticas. Hay muchos libros que hablan sobre este tema, pero son tan complicados y densos que la mayoría de los jombrigüeres o pierden el interés al poco de empezar o pierden su cordura natural al tratar de entender su contenido. Por lo tanto, tras bastante tiempo investigando, he comprobado que hay algún sitio que otro donde se habla de los perfiles de agua para los estilos cerveceros, pero de manera generalista. No he encontrado el sitio ideal donde se aglutine toda la información en algún tipo de fórmula. Y en realidad, hay una buena razón para que esto sea así…

Todos los cerveceros profesionales te dirán que cada receta tiene su propio perfil de agua que optimiza el resultado. Las diferentes combinaciones de maltas, lúpulos y levaduras necesitan acompañarse un perfil de agua indicado para alcanzar un resultado perfecto. Al principio, entiendo que es difícil de asimilar, pero de la misma manera, tienes que darte cuenta de que, aunque se den muchos perfiles de agua para muchos estilos, puede que ese perfil en concreto no sea del todo óptimo para tu receta en particular, por lo que lo más recomendable es seguir jugando con los perfiles del agua hasta afinarlo por completo. En unas instalaciones profesionales, donde los equipos son caros, precisos, y que los cerveceros conocen al dedillo, costará 2 o 3 elaboraciones cuadrar el perfil de agua. En cuanto a la cerveza casera, los jombrigüeres pueden tardar un poquito más, pero no es cuestión de desanimarse.

El lado bueno de tanto trabajo es que conseguirás que tus cervezas dejen de tener sabor a “cerveza casera” y se parecerán más a los ejemplos comerciales del estilo (de hecho, es el último paso, después de haber dominado el resto de habilidades, incluyendo el control de la levadura). Lo más probable es que te sientas sorprendido por la calidad de tus primeros intentos.

Para acabar, es necesario aclarar que esta es una guía para principiantes, donde he obviado mucha información técnica, ya que ese era el objetivo primordial… no me gustaría que los cerveceros incipientes se ofusquen rápido, ni quiero quedarme atascado escribiendo alguna especie de tesis.

Entonces… ¿qué importancia tiene el agua en la elaboración de cerveza?

Creo que es fácil de explicarlo si unamos una analogía. Pongamos que tienes un bonito cuadro de un barquito velero en el mar, donde puedes ver un precioso cielo azul de muchas tonalidades, notas marrones y amarillentas para las montañas, increíbles pinceladas que dibujan un agua de mar de manera vívida, y tonalidades rojas y azules para las quillas de los barcos… Pues ese cuadro es el sabor de tu cerveza, todo es perfecto, bonito, equilibrado, redondo… gracias a los ajustes en el tratamiento del agua de elaboración.

Ahora, supón que coges unas gafas como las que usaba John Lennon, redondas y con los cristales rojos. Y para conseguir un efecto más espectacular, has cogido un pegote de mantequilla y has embadurnado los cristales con saña. Entonces es cuando te las pones y miras de nuevo el mismo cuadro de los barquitos veleros. ¿Qué se ve ahora? Todos los colores están mal, las líneas están distorsionadas, apenas se reconocen las formas… nada parecido con la visión original. Las gafas rojas llenas de mantequilla no te permiten apreciar la belleza real del cuadro.

Pues volviendo a la cerveza, esta visión distorsionada es la misma receta de cerveza que la primera, pero con un perfil de agua equivocado -y sí, aunque parezca mentira, los resultados son tan llamativos en la cerveza como en la analogía del cuadro. Si no lo crees, haz la prueba. Toma el perfil de agua recomendado para una Imperial Stout, pero elabora una Pilsner en su lugar. Acabarás bebiendo una cerveza de color pálido con un perfil mineral que te recordará a como si estuvieras chupando una piedra de granito.

¿Qué vamos a hacer entonces para evitar que nuestras cervezas sepan cómo se ve el segundo cuadro? Pues vamos a ajustar la composición del agua, igual que hace un técnico de sonido con su mesa de mezclas. El técnico de sonido ajusta los centenares de mandos, asegurándose de que cada nota musical se amplifique o se silencie, para que la composición final sea una obra de arte maravillosa: ¡marcará la diferencia entre un artista que vende miles de copias de su música con la de cuatro colegas porreros que tocan en un sótano! (N. del T.: con perdón de los porreros que son colegas y tocan en un sótano).

Los aspectos a tener en cuenta en la composición del agua

De manera resumida, ya que sigo queriendo hacer esto de la manera más simple posible, el siguiente texto señala lo imprescindible que hay que saber a la hora de jugar con los perfiles del agua.

Calcio (50 a 200 ppm): se añade, casi siempre, a través de sulfato cálcico (en realidad, sulfato de calcio dihidratado, conocido en inglés como gypsum) o de cloruro de calcio. Este es el elemento más importante de la lista, ya que es responsable de reducir de forma clara el pH del macerado. También es crucial para la salud de la levadura y para conseguir una cerveza clara. Cuánto más contenido en calcio haya en el mosto, la levadura floculará más fácilmente. También es esencial en los procesos enzimáticos del macerado.

Magnesio (0 a 30 ppm): se añade mediante sulfato de magnesio. Este es otro de los elementos que también contribuye de manera principal a la reducción del pH en el macerado, aunque no de manera tan eficaz como el calcio. También es un nutriente de la levadura. Puedes hacer una cerveza usando agua con 0 contenido en magnesio durante el macerado, porque la malta contiene magnesio, pero puedo asegurar por experiencia que la adición de una pequeña cantidad de magnesio (en forma de sales de Epsom o MgSO4) al macerado contribuye de manera muy favorable al sabor de la cerveza.

Sulfato (50 a 400 ppm): se añade mediante sulfato cálcico (gypsum) o sulfato de magnesio, compuestos que ya han aparecido en los dos párrafos anteriores. Es el elemento principal que va a influir de forma directa en el sabor de la cerveza. Muchos softwares cerveceros apuntan que un contenido alto en sulfatos incrementará la sensación de amargor de la cerveza, pero es un poco más complicado que eso. Es una combinación de la nitidez, amargor y sequedad en la percepción del sabor en la impresión general de la cerveza, además de que afina el carácter del lúpulo. Conviene matizar el rango dado como recomendable (50-400 ppm), ya que la experiencia me impide superar el límite de 250 ppm a no ser que esté elaborando una Dortmund Export fiel al estilo o algo similar. Incluso, puedes pensar que una IPA necesita un rango igual de alto o más, pero no es verdad, ya que un contenido realmente alto en sulfatos contribuye a que el amargor se pegue a tu lengua. La mayoría de las recetas ganadoras de IPA, en realidad provocan un destello de amargor que sacude el cerebro y un final lupulizado y limpio que anima a beber más, y esto se consigue con un rango en sulfatos de menos de 200 ppm. Si dejas la cerveza demasiado tiempo en contacto con la lengua, perderá bebebilidad. Y aunque se dice que el mínimo recomendable es de 50 ppm, yo me olvido completamente de añadirlo si estoy elaborando Continental Pilsner o lagers similares, dado el perfil tan delicado de estos estilos y a los lúpulos que se usan en dichas elaboraciones.

Cloruro (0 a 200 ppm): añadido a través de cloruro de calcio o simple sal de mesa, también conocida como cloruro sódico. Es otro de los componentes más influyentes en el sabor, ya que proporciona una percepción más completa, redondeando y suavizando el resultado final. Se usa para aumentar la percepción del sabor maltoso, o para mitigar los efectos del sulfato (se conoce como ratio Sulfatos:Cloruro, en el que profundizaremos un poco más adelante). Hay cerveceros comerciales que elaboran con un nivel de cloruros de más de 300 ppm, pero yo no lo haría nunca por varias razones de peso, así que te recomiendo que no lo hagas. En cualquier caso, es un elemento muy importante en estilos en los que predomina el perfil maltoso por encima de cualquier otro.

Sodio (0 a 150 ppm): se añade mediante sal o bicarbonato sódico. Sodio, sodio, sodio… ¿qué pasa contigo? El sodio es un elemento que a veces es imposible evitar a la hora de ajustar los componentes del agua, y puede dar cierto toque favorable a algunas cervezas, pero resultará obviamente salado cuando está por encima del nivel de 150 ppm. También contribuye a redondear cervezas claras, pero lo mejor es quedarse por debajo de los 100 ppm, a menos que sepas con certeza lo que estás haciendo.

Bicarbonato (0 a 250 ppm): se añade a través de bicarbonato sódico. Es el ingrediente principal que diferencia una Stout plena y con maravillosos toques a chocolate y otra Stout plana decepcionante como un café frío. Cuando necesites un buffer de alcalinidad (todo el mundo necesita uno de estos, tarde o temprano), es lo ideal. Contribuye a que el lúpulo se aprecie excesivamente amargo y desagradable (sensación áspera, astringente), así que hay que evitarlo por completo en cervezas lupulizadas, así como en cervezas muy claras, ya que también conseguirás sensaciones desagradables en cervezas por debajo de 7 SRM.

Ratio Sulfatos:Cloruro (rSC)

Ya introdujimos el concepto “ratio Sulfatos:Cloruro” en el primer post sobre agua del blog [¡plink!], ya que es considerado un pilar básico del planeta acuoso-cervecero. No es más que la relación entre los dos iones principales que influyen de manera en el sabor de la cerveza, que acabamos de ver. Para seguir manteniendo las cosas en la línea sencilla, basta con decir que vamos a necesitar al menos 50 ppm de cualquiera de ellos para poder percatarse de alguna diferencia notable, y nunca los dos valores deberían estar al máximo recomendado, ya que el sabor conseguido será demasiado “mineral” (cervezas muy fuertes podrían soportar ese contenido en sulfatos y calcio, pero la gran mayoría de cervezas saldrá perjudicada).

La cuestión de si hacer un rSC con más sulfatos que cloruro, o un perfil con más cloruros que sulfatos o que estén equilibrados en 1:1, depende en gran medida de qué estilo cervecero vayas a elaborar. Si el lúpulo va a jugar un papel importante, favorece el ratio con más sulfatos. Si el perfil de la cerveza va a ser más bien maltoso, apuesta por los cloruros. Y si lo que quieres es que resalte tanto la malta como el lúpulo, juega a equilibrar ambos niveles.

Es el nivel de la relación (ratio) lo que va a marcar la diferencia del aspecto que va a predominar, pero recuerda que, al añadir, por ejemplo, azufre, no solo va a destacar el lúpulo, sino que también va a aportar a la cerveza sensación de sequedad. Es una de las cosas con las que conviene experimentar para conseguir hacerlo bien. Cuando yo no estaba seguro (cuando empecé a hacerme todas estas preguntas), lo que hacía era agregar pequeñas gotas de distintas soluciones (sulfato cálcico con agua, por ejemplo), a un vaso de cerveza que me estaba tomando, para averiguar cómo afecta el cambio en el rSC, y poderlo aplicar a la siguiente elaboración de esa misma receta.

Para ilustrar la diferencia entre los dos, vamos a ver dos recetas diferentes para el mismo estilo de cerveza y averiguar qué tendríamos que hacer a continuación. Por lo general, suelo usar una cerveza tipo Cream Ale como ejemplo, ya que es una cerveza muy sencilla de hacer y se puede interpretar de muchas maneras diferentes.

Receta 1: Cream Ale con harina de maíz

  • 80% Malta Pale
  • 20% Harina de maíz o copos de maíz
  • Lúpulo para 20 IBU (incluyendo dry hopping)
  • Temperatura de macerado a 64,4 °C

Con esta receta, podemos saber que el maíz va a dar cierto matiz de dulzor, pero quiero que esta Cream Ale tenga un carácter lupulizado notable (por eso, además, voy a hacer un dry hopping). Tengo que macerar en rango de temperatura bajo y conseguir un perfil de agua con un rSC inclinado a los sulfatos, para asegurarme ese carácter lupulizado fresco y el final nítido que necesita este estilo de cerveza. Así que jugaré con un rSC de 1,5:1 (ligeramente amargo).

Receta 2: Cream Ale con arroz y azúcar

  • 80% Malta Pale
  • 15% Copos de arroz
  • 5% Azúcar
  • Lúpulo para 15 IBU (sólo amargor)
  • Temperatura de macerado a 66 °C

Esta otra receta, al contrario, ya va a estar muy seca debido al uso de azúcar y arroz. En este caso, optaría por aumentar la temperatura del macerado y hacer la cerveza inclinada al perfil maltoso, así que apostaría por los cloruros como dominantes del rSC. Usaría un rSC 0,6:1 (muy maltoso).

Como puedes ver, no existe una regla única que defina todos los escenarios. Tienes que pensar en lo que quieres conseguir y realmente no hay respuestas incorrectas, siempre y cuando la cerveza sepa bien cuando la hayas acabado.

Notas (muy básicas) acerca del pH del macerado

Bajar el pH del macerado es tan fácil como aumentar el contenido en calcio, y se hace añadiendo ácido al agua para los estilos más claros. Para los jombrigüeres que empiezan a jugar con el agua, yo recomendaría 2 cosas. La primera es que se ajusten a las cantidades de calcio de los perfiles de agua recomendados, y la segunda es que se compren un medidor de pH y que midan el pH del macerado pasados 10 minutos de la adición de calcio. Y una vez llegados a este punto, añadir ácido si es absolutamente necesario. Y si es necesario hacerlo, intenta usar ácido fosfórico si puedes conseguirlo. Si no, usa ácido láctico.

La recomendación final es que compres otro medidor de pH de repuesto, no puedes hacer las cosas bien sin estas cositas.

Y el consejo de profesional es que sólo las cervezas Pale y Amber se benefician de un pH de 5,2 – 5,4 durante el macerado. Si lo que quieres es conseguir Brown Ales y Stouts con un sabor más intenso, sube el pH al rango de 5,6 – 5,8. Junto con los azúcares residuales, ayudará a que la cerveza acabe en un pH más alto, suavizando el toque tostado de las maltas oscuras y convirtiendo la cerveza en algo maravilloso y lujosisísimo.

(N. del T.: El pH merece un post, o tres, y un profundo tratamiento sobre el mismo, que desarrollaremos en otro momento)

Perfiles de agua

En la parte final del texto podéis encontrar una tabla resumen con todos los perfiles recomendados para cada estilo de cerveza. Me he decantado por usar la guía de 2008 de la BJCP, puesto que estoy más familiarizado con sus estilos que con los de 2015 (N. del T.: con el tiempo, en Cervezomicón desarrollaremos la de 2015). Y en línea con eso, puedes usar las recetas del libro de “20 Classic Styles” de Jamil Zainasheff para los perfiles que comentaremos. Si elaboras una receta siguiendo el libro y el perfil de agua señalado en este post y no te sale la cerveza que describe el libro, el tratamiento de agua no ha sido correcto y deberías intentarlo de nuevo.

Además, huyendo de la alcalinidad y la alcalinidad residual como si fueran la peste, he expresado la alcalinidad como un valor de bicarbonatos, que se puede agregar de manera fácil a agua blanda o tratada mediante osmosis inversa, por medio de bicarbonato sódico (accesible en cualquier supermercado). Si tu agua tiene una cantidad de bicarbonatos superior al indicado en el perfil del estilo, puedes solucionarlo añadiendo agua destilada (o tratada con osmosis inversa) para diluirlos. Aunque esto también diluirá otros compuestos, como el sodio (si esto ocurre, o si te quedara la duda, simplemente trata de dejar el nivel de sodio por debajo de 100 ppm a menos que se indique lo contrario).

Comentarios sobre el cálculo de las cantidades de compuestos a agregar al agua

  • Se asume que se utilizará un software para realizar los cálculos, ya que nadie en su sano juicio trataría de averiguar estas cantidades manualmente nada más empezar a investigar este tema. Para este artículo, he optado por usar la calculadora de perfiles de agua del BeerSmith 2.
  • Debido a la cantidad de agua tan pequeña que usan los jombrigüeres, y al hecho de que retocarla con los minerales nombrados va a requerir unas cantidades irrisorias, vas a estar usando muy poquita cantidad de polvos, lo cual pondría nervioso incluso a la persona más adicta a la cocaína. Manejar esas cantidades (medirlas, más bien), va a ser complicado a veces. Si te obsesiona la exactitud, siempre será más fácil y más preciso tratar volúmenes de agua más grandes, por lo que, si es posible, aumenta el volumen a tratar (es más cómodo trabajar con 250 litros de agua que 25).
  • Cuando vayas a hacer una receta, fíjate bien en el volumen de alcohol que prevés conseguir y en el color estimado. Si estás apuntando a los valores de alcohol (primero) y color (segundo) más altos del rango del estilo, toma en consideración el contenido de minerales más alto del rango especificado. Si estás en valores del rango bajo, toma el rango de minerales más bajo también.
  • Los foros están llenos de discusiones acerca de averiguar la cantidad de minerales que quedan en la cerveza independientemente de los que adiciones (en principio, se pierden en distintos procesos, como lo que absorbe el bagazo, lo que se va en el hervido…), ya que realmente van a ser los minerales residuales los que van a mejorar el sabor. La regla de oro aquí es que cuantos menos minerales tengas en la cerveza, siempre será mejor. Cuando calcules qué cantidad de minerales tienes que poner en el agua, hazlo según el volumen del lote que te queda al final del hervido, sin tener en cuenta el agua del lavado. La razón es que cuando hagas el hervido, vas a concentrar todos los minerales que hay en el agua. Es preferible que comiences teniendo errores por defecto (adicionar menos cantidad de la recomendable) que pasarte de minerales y conseguir una cerveza asquerosa. ¡Tu cerveza va a estar más rica, seguro!

Vamos a ver algunos ejemplos prácticos de cómo sería usar los perfiles de agua que comentaremos más adelante.

Ejemplo nº 1 – Quiero elaborar una American IPA, y quiero usar agua de osmosis inversa

 Digamos que queremos hacer una cerveza con unos 70 IBU, un volumen de alcohol de 6-7% y un color más o menos ambarino. Viendo el contenido de alcohol en primer lugar y después, el color, puedo estar seguro de que me va a convenir un perfil de agua más cercano al rango alto de los valores de la tabla.

(*) A pesar de que en muchos sitios puedes encontrar como recomendable este rango de bicarbonatos, mi consejo es que los obvies completamente.

Las cantidades de minerales que yo prefiero agregar al agua para un lote de 19 litros son:

  • 5 g Sulfato cálcico (Gypsum)
  • 1 g Sulfato de magnesio (Sales de Epson)
  • 2 g Cloruro cálcico

Y el agua que resulta, partiendo de un agua destilada (o a partir de osmosis inversa), sería:

Y con este perfil de agua te aseguras tener cubiertas todos los rangos que necesitas para elaborar una American IPA.

Ejemplo nº 2 – Voy a elaborar una Munich Helles con agua de grifo bastante duda (declorada)

Supongamos que el agua de tu grifo no es la ideal para elaborar una Munich Helles… ¿qué podemos hacer entonces? Vamos a echar un vistazo… Recuerda que el agua de grifo de cada jombrigüer va a variar, así que tendrás que hacer tus propios cálculos con tu agua de grifo (N. del T.: otro truco, visto lo complicado que es conseguir información viable de tu agua, es comprar agua barata de supermercado donde el análisis viene en la etiqueta).

Lo primero que tenemos que hacer es, viendo el valor de los bicarbonatos, diluir el agua de grifo con agua de osmosis inversa (o agua destilada), en una relación de 60% agua de grifo, y un 40% agua de osmosis inversa, para conseguir el siguiente perfil:

 

Y luego, adicionar lo siguiente (para 19 litros):

  • 4 g Cloruro Cálcico

Este perfil de agua se acerca bastante al que necesita una Munich Helles (la pequeña cantidad de sodio en el agua no va a ser apreciable, si acaso, le dará un poco de dulzor).

Ejemplo nº 3 – Voy a elaborar una Bohemian Pilsner con agua de grifo muy dura (declorada)

Lamentablemente, en este caso, el agua de tu grifo es demasiado dura para elaborar muchos estilos.

Por lo tanto, los pasos a seguir serían los siguientes:

Paso 1: Coge el agua de tu grifo y riega todas las plantas de tu casa (si te sobra, las de los vecinos).

Paso 2: Consigue agua pura a partir de osmosis inversa.

Paso 3: Sigue adelante como hicimos en el primer ejemplo.

Tras estos breves ejemplos, seguro que ya tienes una idea bastante cercana de cómo actuar de manera general. Si quieres seguir investigando acerca de este tema (pero no quieres esperar a que este humilde bloguero acabe de desarrollar los siguientes artículos), es muy recomendable la lectura del libro “Water, A comprehensive guide for brewers”, de John Palmer y Colin Kaminski. [¡plink!]

Espero que todas estas indicaciones ayuden a todos quienes aún no han llegado a la última frontera en la búsqueda de la pinta perfecta. El tratamiento de agua es, realmente, el último paso en la perfección, y es absolutamente esencial para quienes quieran avanzar en la calidad de sus elaboraciones. ¡¡Mucha suerte!!

Para acabar, el artículo original de Thean daba una lista de todos los perfiles de agua para los estilos de 2008 según la BJCP, que se puede consultar fácilmente en el link [¡plink!] pero que yo he preferido resumir en una bonita tabla que os podéis descargar aquí [¡plink!] y que luce como en la imagen de abajo.

Bonus Track: Declorar el agua

 Ya fuera del artículo original, habréis notado que en los ejemplos siempre habla de “agua de grifo declorada”. Ciertamente, usar agua de grifo en muchos casos es perfectamente viable, pero ésta tiene la particularidad de que, al pasar por las plantas depuradores de la red de distribución local, se le añaden ciertos compuestos desinfectantes que evitan que nos muramos todos de una intoxicación bacteriana masiva (o algo peor). El inconveniente es que el cloro queda en el agua y éste va a perjudicar el sabor de tu cerveza, a no ser que lo elimines.

En línea con el texto anterior, no querría complicar el asunto (y menos a estas alturas) con los conceptos de cloro libre (residual), combinado, total, o entrar en al agrio debate de la existencia de las cloraminas y los clorofenoles. Como ya he apuntado varias veces, ya habrá tiempo de abordarlo todo desde la raíz. Sin embargo, vamos a quedarnos con el hecho de que el agua de grifo tiene cloro, que el cloro es malo para nuestros objetivos y que hay que eliminarlo antes de elaborar cerveza, para mejorar nuestros resultados.

Hay diferentes métodos más o menos complicados, y con más o menos uso de elementos químicos (filtros, metabisulfito…) sin embargo, para no alargarnos más, vamos a recomendar dos métodos.

El primero, sencillo, es sacar el agua del grifo durante un tiempo prudencial con anterioridad a la elaboración. Por ejemplo, la noche anterior. Partimos de la base de que el cloro es volátil y con el transcurso de todo ese tiempo, va a desaparecer del agua. No obstante, todavía existe mucha gente que cree en este método a pies juntillas y prefiere otro método más efectivo: el ácido ascórbico.

El ácido ascórbico, que no es otra cosa que la Vitamina C (ahora ya suena más familiar y amigable), va a eliminar en apenas un cuarto de hora el cloro (y las cloraminas, ya de paso), y habría que añadirlo en la proporción de 5 gramos de ácido ascórbico por cada 100 litros de agua.

Ciertamente, sería una pena trabajarse un perfil de agua tal y como nos ha guiado Thean a lo largo de todo el post, y luego no tener en cuenta el cloro, y conseguir una estupenda IPA con sabor a esparadrapo….

Carbonatación | Teoría de la refermentación en botella

Una de las preguntas más divertidas a las que nos enfrentamos los jombrigüeres, dejando de lado la de “¿y cómo le pones la chapa?”, es la de “¿y cómo le metes el gas a la cerveza cuando la embotellas?”. Para ser sinceros, la respuesta no es sencilla, porque para entender el concepto de carbonatación es necesario tener nociones sobre la fermentación y el comportamiento (básico) de las levaduras.

En cualquier caso, si alguien lego en la materia le pregunta a un jombrigüer aquello de “¿cómo le metes el gas a la botella?”, la respuesta sencilla sería algo parecido a lo siguiente: teniendo en cuenta que las levaduras, al fermentar los azúcares, generan de alguna manera alcohol y CO2, si la cerveza dentro de la botella fermenta y el gas no puede escapar, se disuelve y así conseguimos el prometedor “¡pssst!” que suena cuando le quitamos la chapa a la botella.
Dicho esto, todos estamos acostumbrados a bebernos la cerveza con su punto de gas, que muchos tienden a llamar “chispa” (“¡Illo, esta cerveza no tiene chispa!”) ya que hace la experiencia de disfrutar de la cerveza (en general, de cualquier bebida), más favorable. Inconscientemente, huimos de las cervezas planas y buscamos su punto justo de efervescencia.

A estas alturas, es razonable reconocer que una carbonatación adecuada ensalza la calidad de la cerveza. La tónica habitual es que las cervezas maltosas tienen una carbonatación más baja para acentuar ese matiz maltoso, mientras que otras cervezas más aromáticas (lúpulosas), necesitan de una carbonatación más chispeante para sacar los aromas fuera de la cerveza.

Cabe resaltar que, a pesar de lo que pueda parecer y de lo que mucha gente piensa, la carbonatación, aunque sea ejecutada a la perfección, no asegura una buena espuma. Es decir, que, aunque la carbonatación propiamente dicha (las burbujitas en la cerveza) y la generación de espuma están ligadas por el protagonismo del CO2, se desarrollan de formas diferentes. Y todo lo relativo a la espuma se comentará en otro post, más adelante.

Los cuatro jinetes del apocalipsis carbonatado

Hay cuatro factores a tener en cuenta a la hora de carbonatar una cerveza: la levadura, los azúcares, el tiempo y la temperatura.

A priori, en cuanto a la levadura, quizás (pero sólo quizás) es de lo que menos tendríamos que preocuparnos. Se supone que en tu cerveza terminada, aunque hayas hecho trasiegos para dejar atrás solidos e incluso una guarda en frío, habrá suficiente levadura en suspensión como para que lleven a cabo la refermentación en botella. De hecho, muchos libros antiguos de recetas culinarias, invitaban a añadir una cerveza a las masas panificables, con el ánimo de aprovechar sus levaduras. Evidentemente, añadir una cerveza industrial re-filtrada y pasteurizada del siglo XXI con cero levaduras en suspensión (o vivas), es inútil.

En el peor de los casos (imaginemos que has congelado tu cerveza y la viabilidad de la levadura está en entredicho, o ha venido tu abuela a casa y le ha dado por hervir en un perolo toda tu producción del domingo, aniquilando todo tu parque leudor), no hay mejor solución que volver a añadir levadura fresca y poderosa a la cerveza. Lo que acabamos de comentar acerca de congelar la cerveza, puede ocurrir por accidente o bien porque hemos querido recrear el estilo Eisbock; tanto en ese caso como en el de una larga guarda en frío (por elaboración de lager, por ejemplo), se sugiere añadir levadura nueva.

Los azúcares son necesarios, obviamente, para que se produzca la re-fermentación. Para más señas, se recomienda el azúcar más simple que tengas a mano, ya que las levaduras que quedan en suspensión no estarán pasando el mejor de sus momentos, y todo lo que sea darles facilidades, va que ni pintado. En los Estados Unidos es muy popular el azúcar de maíz, justamente por su simpleza. A nosotros, en el viejo continente, nos basta el azúcar de mesa (sacarosa). Aunque con la dextrosa (más simple que la sacarosa) conseguiremos carbonatar en menos tiempo.

Cuanto más complejos sean los azúcares (miel, siropes, azúcar moreno, panela…), más lenta y costosa será la refermentación, y la carbonatación derivada de ella.

La temperatura a la que se refermentan las botellas tiene que estar en el rango de temperatura óptima para la levadura con la que se ha elaborado. No es cuestión de embotellar y enfriar las cervezas para consumo rápido. Si haces eso, las levaduras se aletargarán y no carbonatarán. Hay que mantener las cervezas a temperatura “de habitación” (sobre 18-20 °C o en su defecto, lo que pida la levadura en concreto).

Y por último, el tiempo es otro de los jugadores principales. Como estimación, cuenta con dos semanas para una carbonatación natural moderada por refermentación en botella, siendo recomendable, en algunos casos hasta tres o cuatro semanas para completar el proceso.

Una vez completada la carbonatación, una guarda estable en frío evitará una maduración o envejecimiento prematuro de la cerveza y una degradación/pérdida de sus sabores y aromas.

Definiendo los niveles de carbonatación

A la hora de medir de alguna manera la cantidad de CO2 que hay en una cerveza (o en cualquier líquido, a decir verdad), hablamos de “volúmenes de CO2“. La teoría nos dice que 1 volumen de CO2 se define como el mismo volumen de gas disuelto en la misma cantidad de líquido. En la cerveza, que es lo que nos interesa, se hablaría de que 1 volumen de CO2 sería 1 litro de CO2 disuelto en 1 litro de cerveza. La mayoría de las cervezas se mueven en un rango de carbonatación de entre 2 y 3 volúmenes.

Una definición más técnica tiene en cuenta la temperatura: un volumen es el espacio que el CO2 ocuparía a una temperatura de 0 °C y a una presión atmosférica. Si 25 litros de cerveza tuvieran dentro 3 volúmenes de CO2, querría decir que el CO2, por sí mismo y en su estado gaseoso a 0 °C, ocuparía 3 veces el volumen de la cerveza.

Una vez dicho esto, no todas las cervezas tienen el mismo nivel de carbonatación. Por ejemplo, si piensas en las típicas ales inglesas, suelen ser más planas en cuanto a gas. Por otro lado, las cervezas de trigo alemanas, que todo el mundo recuerda agresivamente espumosas, tienen un nivel más alto que ninguna otra. Y entre medias, un montón de estilos con sus niveles particulares de carbonatación. Como reflexión, no estamos acostumbrados a cervezas planas, y aunque la tabla que consultes marque volúmenes muy bajos para algunos estilos, no es recomendable dejar una cerveza pobremente carbonatada. Recuerdo con bastante frustración la desgana con la que la gente se bebía una Scottish con carbonatación baja, a pesar de mi defensa a ultranza de que el estilo “histórico” era así. Desde entonces no he vuelto a carbonatar tan bajo una cerveza.

Eso sí, la recomendación anterior queda anulada si vas a presentar tu cerveza a un concurso BJCP, donde el juez podrá ponerte pegas a una carbonatación inadecuada al estilo.

Una vez más, no hay una autoridad competente que defina los niveles de carbonatación de las cervezas, ni ningún policía que vaya a tu casa a arrestarte por haberle puesto más o menos volúmenes de CO2 a un estilo en concreto. A cambio, en internet a un montón de tablas indicativas acerca de los niveles más comunes para cada conjunto de estilos. Y ocurre lo mismo que con el viejo adagio “quien tiene un reloj, sabe qué hora es, pero quien tiene dos, nunca estará seguro”, ya que por internet hay decenas de tablas con rangos variables de carbonatación. Por ejemplo, en algunos sitios te dirá que las típicas Ales Británicas tendrán un rango de 1,5 – 2,2 volúmenes, mientras que en otros podrás ver 1,2 – 2,2 o 1,5 – 2,0. Tampoco nos vamos a volver locos, esta afición está enfrentada a la exactitud de los datos, por mucho que nos empeñamos en acotar información.

La tabla que hay a continuación [CVZ – Tabla carbonación por estilos] es una de desarrollo propio, tomando en cuenta diversas fuentes generalistas, y tomando los rangos más usuales (moda) o bien, ampliando para dar cabida a varias fuentes (en un artículo de la Zymurgy de noviembre/diciembre de 2005 viene una tabla muy detallada, que me ha servido de base para confeccionar ésta), de acuerdo a los estilos de la BJCP edición de 2015. Me pareció buena idea enfocar la tabla a la última visión de estilos, ya que incluye multitud de entradas, y pensé que cualquier elaborador podría encontrar en esta guía la cerveza que mejor le cuadrara, para poder comprobar con rapidez qué nivel de carbonatación era necesario. Sin embargo, a pesar de consultar todas las entradas una a una, no he encontrado una relación directa clara entre las percepciones de carbonatación (sensación en boca) y los rangos clásicos establecidos en las famosas tablas de internet. Cuando ocurrió esto, pensé que la lógica sería que en la percepción de carbonatación también jugaba su papel el cuerpo de la cerveza, lo cual indicaría que dos cervezas con distinto cuerpo necesitarían un nivel de carbonatación diferente para una misma percepción. Lamentablemente, con esta base, tampoco he encontrado una relación directa clara.

Parto de la base de que hay siete niveles de carbonatación y siete niveles de cuerpo, clasificados según el cuadro de abajo (y cuyos valores he implementado en la tabla resumen [CVZ – Tabla carbonación por estilos]), y la lógica nos diría que dos cervezas con los mismos rangos de cuerpo y carbonatación, tendrían los mismos niveles de carbonatación objetivo. Por desgracia, como digo, no es así, de acuerdo a los rangos “históricos” de las tablas generalistas de las páginas principales de homebrewing de nuestros amigos estadounidenses.

Como ejemplo, tenemos que la IPA y toda su recua de variantes tienen un cuerpo de entre medio-bajo a medio, y una carbonatación de entre media y media-alta. Casualmente, una cerveza como la Kölsch también tiene esos mismos descriptores. Sin embargo, para la Kölsch habitualmente se recomienda una carbonatación de entre 2,4 y 2,7 volúmenes, mientras que para las IPAs, de entre 1,5 y 2,3. Una Belgian Pale Ale tiene los mismos descriptores que las dos anteriores y recomiendan una carbonatación de entre 1,9 y 2,5. Para mí, lo válido teniendo en cuenta estos datos sería que la carbonatación para todos esos estilos tendría que ser entre 1,5 y 2,7. Como digo, para no revolver mucho, he tratado de alinearme con las tablas clásicas… al final, cada jombrigüer aplicará lo que más le convenga en cada momento.

A pesar de todo ello, en la tabla he querido respetar dichos rangos históricos, y he configurado los rangos de carbonatación de los estilos “nuevos” basándome en cervezas con los mismos niveles de cuerpo y carbonatación, pero teniendo en cuenta los datos “históricos” de estilos parecidos. Digo todo esto porque me gustaría que quien use la tabla, lo haga sabiendo lo que motivó la configuración de cada rango y que pueda decidir, a su libre albedrío, si encaja en lo que busca o no.

En este curioso hilo [¡plink!], lleno de detalles interesantes sobre el tema, intentan recopilar qué volúmenes de carbonatación usan distintas cerveceras comerciales contactando directamente con los centros de producción, y podemos ver curiosos ejemplos como la Bud Light a 2,5 o que Sierra Nevada usa, para todas sus cervezas, el rango de 2,6 – 2,7… Y que, en resumidas cuentas, la industria profesional usa, generalmente, un rango de carbonatación de entre un 2,45 y un 2,7. Incluso la Dogfish Head reconoce un rango de 2,5-2,7 para su 60 Minute IPA. Algunas excepciones serían un 2,8 para una Wheat American Beer (en su versión de botella, siendo embarrilada a 2,5 volúmenes), o la Lagunitas Pils a 2,7-2,8.

Esta información vendría a confirmar lo que apuntaba más arriba, que si nos mantenemos en el rango de 2,4-2,7 para la mayoría de las cervezas, sin complicarnos demasiado, no andaremos desencaminados. Siempre queda la opción de, si hemos elaborado nuestro lote a ese rango y no nos ha satisfecho del todo, aumentarlo (o disminuirlo) en las siguientes elaboraciones.

Es más, personalmente establecería un rango sencillo de carbonatación para todas las cervezas habidas y por haber: baja carbonatación, carbonatación media (o estándar) y alta carbonatación, de la siguiente manera:

El nivel 2,4 – 2,7 (realmente, la intención sería apuntando siempre a 2,5) es la carbonatación ‘familiar’ a la que estamos acostumbrados gracias a la industrialización masiva de las cervezas comerciales, y es la sensación que la gente espera encontrar en una cerveza de forma intuitiva. Como dato comparativo, el champán suele embotellarse a 7 volúmenes, lo que nos puede inspirar acerca de qué significan todos estos valores.

Para rematar, se da la circunstancia de que mientras desarrollaba este artículo, visité la fábrica que el grupo Mahou-San Miguel tiene en Burgos, donde además de tratarnos estupendamente, tuve oportunidad de hablar con la persona responsable de embarrilado y embotellado, a quien pregunté por el nivel de carbonatación usual en dicha planta. La respuesta fue de 5 g/l para los barriles y de 5,5 g/l para las botellas. Lo que traducido al lenguaje jombrigüer, quiere decir 2,55 volúmenes de CO2 para los barriles y un poquito más (2,8) para las botellas.

Como aclaración a esta conversión, a nivel industrial (y sobre todo, en Europa), se usan los gramos de CO2 por litro (o g/l), y para convertir los g/l en volúmenes hay que dividir entre 1,96 (o 2, si no quieres complicarte). Veremos la razón más adelante, cuando hablemos de datos frikis.

Métodos básicos de carbonatación a nivel jombrigüer

De los métodos de carbonatación al alcance de la mano de los jombrigüeres a nivel básico, el principal y más recomendable para empezar, es el de cebar el mosto con azúcar, y luego, si se quiere rizar el rizo, usar mosto.

Hay un tercer método, más avanzado, como el de la carbonatación forzada y embotellado a contrapresión, pero además de necesitar un requerimiento técnico superior, hacen falta ciertos instrumentos (más ‘birrafernalia’) de uso avanzado, que ya comentaremos más adelante en el blog, pero que por ahora vamos a dejar de lado.

La carbonatación con azúcar o cebado (priming en inglés) es, sin duda y como acabamos de decir, el más recomendado para los iniciados. Cualquier jombrigüer experimentado que hable sobre su experiencia carbonatando con azúcar, reconocerá que es un método impreciso, imprevisible, desconcertante, poco efectivo y perjudicial para la cerveza.

Y hasta un punto, todo eso es verdad. Pequeñas variaciones (de pocos gramos) pueden generar cambios de consideración en los volúmenes de carbonatación y provocar un desastre gaseoso típico, como el temido geiser (o gushing) consistente en que la cerveza escapa de la botella de forma incontrolable, a menudo con un bonito baño del mobiliario cercano. Esto es muy común en las cervezas caseras, sobre todo de principiantes, antes de que vayan afinando los métodos de elaboración con la práctica. Y algo imperdonable (pero plausible) en las cervezas artesanas comerciales.

La refermentación en botella, que es como realmente se conoce el método clásico de carbonatación con azúcar, también genera usa serie de subproductos, que se depositan en el fondo de la botella, que son fáciles de contemplar a primera vista; los famosos “posos”. Y que si no se pone el debido cuidado al servir la birra, acabarán flotando en el vaso ganándose el sobrenombre de “cascamuños” y recorriendo los gaznates del consumidor. No son malos, vienen a ser levaduras más o menos muertas que han quedado inactivas una vez han completado su trabajo, y hasta pueden venir bien para el tránsito intestinal, pero una guarda larga en el tiempo de la cerveza, degradará las células y provocará malos sabores de manera irremediable.

Después de ser conscientes de las limitaciones del método en cuestión, o mejor dicho, a pesar de todo lo comentado, sigue siendo la manera más recomendable de carbonatación para el jombrigüer primerizo. Si a alguien que empieza con ilusión en esta afición se le complica la existencia con artilugios para carbonatar forzado a contrapresión o con instrumentos isobáricos, probablemente prefiera invertir esfuerzos en volar drones, sexo tántrico o colombofilia.

Debo insistir en el hecho de que siendo el método más recomendable para el jombrigüer novato, cuando ya se ha alcanzado el control de los procesos y se tiene el equipo necesario, la cerveza agradecerá otro tratamiento distinto. ¿Todas? No… los románticos como yo seguirán prefiriendo la refermentación en botella para estilos belgas clásicos y de poderío alcohólico (imperial stouts, barleys wines, strong ales…), pero lo evitará en cervezas frescas y aromáticas tipo session IPA, Pales Ales lupulosas y otros cuantos estilos. Como siempre, esto no es más que una opinión, no hay nada malo en seguir carbonatando con azúcar el resto de tu vida si estás satisfecho con los resultados.

También veremos la carbonatación con mosto, que tiene su protagonismo histórico y cierto rigor romántico, pero no tiene, en teoría, ventajas concretas sobre el cebado con azúcar. Y además, es más complicado de llevar a cabo.

Carbonatación con azúcar

De manera directa, lo que realmente vamos a hacer es volver a poner azúcares a nuestra cerveza para que, después de embotellar, las levaduras se activen de nuevo, ocurra una nueva fermentación en la botella y el gas quede atrapado dentro de la botella (y disuelto en el líquido, de manera estable, a ser posible).

Para hacerlo de la manera correcta, primero tendremos que saber qué nivel de carbonatación queremos para nuestra cerveza (según la tabla que hemos visto antes [CVZ – Tabla carbonación por estilos] o nuestro criterio de acuerdo a la experiencia), y luego, calcular la cantidad de azúcar necesario para alcanzar el nivel escogido.

Sin embargo, eso sería cierto si pasáramos por alto que la cerveza que está recién fermentada tiene restos de CO2 disuelto, al que llamaremos “CO2 residual”. Con lo cual, si no tenemos en cuenta ese dato, calcularemos como si partiéramos del nivel 0 de carbonatación y es más que probable que nos pasemos, sobrecarbonatando nuestras cervezas.

Por eso, antes de calcular la cantidad de azúcar para cebar nuestra cerveza, necesitamos saber cuánto CO2 disuelto hay en nuestra cerveza recién fermentada. Y como segundo paso, saber qué cantidad de azúcar hace falta para completar el nivel requerido.

Vayamos paso a paso.

Datos frikis | Química simple

En este artículo de la BYO [¡plink!] se encuentra la siguiente información, que considero muy interesante, pero que puedes saltarte si ves que se te empieza a recalentar la sesera. En realidad, sirve para darle lógica a todo el proceso, con una base de química simple.

En química se maneja un estándar para medir la temperatura y presión de los gases. El estándar es conocido como TPE (Temperatura y Presión Estándar, o STP si lo dices en inglés). Según dicho estándar, el dióxido de carbono (CO2) tiene una densidad de 1,96 gramos por litro.

Como ya hemos ido diciendo durante el texto, los cerveceros suelen usar el cálculo por volúmenes de CO2. Para hacer la conversión de gramos por litro (g/l) a volúmenes, hay que dividir entre 1,96. Es decir, que si alguien dice que el peso de un gas dentro de un líquido es de 5 g/l, tendremos que dividir 5 entre 1,96 y sabremos que tenemos una carbonatación de 2,55 volúmenes.

Sigamos con datos frikis: el dióxido de carbono tiene una masa molar de 44,01 y la de la glucosa es 180,16. Durante la fermentación cada molécula de glucosa crea dos moléculas de etanol y dos moléculas de dióxido de carbono.

Un mol [¡plink!] es la unidad con que se mide la cantidad de sustancia (aunque la “cantidad de sustancia” en sí misma sea motivo propio de debate), y en el artículo referido se dice que 1 mol es el número de moléculas que tienen un peso en gramos igual al peso molecular de la molécula. Eso querría decir que 1 mol de glucosa pesa 180,16 gramos y cuando fermenta, produce dos moles de dióxido de carbono que pesan 88 gramos (44 gramos x 2 moléculas).

Pongamos que tienes un lote de cerveza de 25 litros y que querrías alcanzar un nivel de carbonatación de 2,5 volúmenes. Entonces serían necesarios 25 litros x 2,5 volúmenes = 62,5 litros de CO2.

Como (según el TPE) un mol de CO2 ocupa 22,4 litros (a 0 °C a 1 atmósfera de presión y en teoría, porque depende de las condiciones de presión y temperatura, pero si quieres indagar más, estudia la ley de los gases ideales), necesitaremos 62,5 / 22,4 = 2,79 moles de CO2. Y esto será producido por la mitad de moles de glucosa, es decir 2,79 / 2 = 1,395 moles de glucosa. Si multiplicamos los 1,395 moles de glucosa por el peso molecular de la misma (180,16), tenemos que necesitaremos 251 gramos para alcanzar dicho nivel de carbonatación.

Si has llegado hasta aquí, no te preocupes, porque hay métodos más sencillos para calcular esto, y los veremos enseguida.

Primer paso | Cálculo del CO2 residual

Una de las cosas importantes a tener en cuenta es que mientras fermentamos, la cerveza genera CO2, mucho del cual escapa raudo por nuestro airlock haciendo ese bonito ruido borboteante que tanto nos gusta a los jombrigüeres. Ocurre también que parte de ese CO2 queda retenido en la cerveza, y además, retiene mucho más cuanto más fría está la cerveza. La razón es que, a temperaturas bajas, el CO2 es más soluble. Por eso enfrían mucho las copas de tu gintonic cuando te lo prepara un camarero victim fashion, para conservar más el carbónico de la tónica.

¿Cómo nos afecta esto a nivel casero? Pues tenemos que tener en cuenta la temperatura a la que ha fermentado nuestra cerveza para calcular (estimar, más bien), cuánto CO2 conserva. En principio, la teoría dice que hay que tener en cuenta la temperatura a la que acaba la fermentación, aunque es complicado determinar este punto con exactitud, así que lo que se suele hacer es emplear la temperatura más alta a la que has tenido la fermentación (teniendo en cuenta que el CO2 escapará de la cerveza si se sube la temperatura y volverá a atraparlo si se enfría, y no se hacen trasiegos que hagan perder esa cama de CO2). Es decir, que si empezó a 18 °C, luego la subiste a 21 °C y luego la metiste en frío a 6 °C, tendrías que tomar los 21 °C como temperatura de referencia. Es evidente que si la enfrías a 6 °C y el CO2 no ha escapado, la cerveza volverá a atrapar parte del mismo. Es muy difícil de estimar el volumen correcto, así que hay que jugar a hacer la estimación e ir ajustando lote tras lote.

Puede darse el caso de que al subir la temperatura de una cerveza ya fermentada, el airlock vuelva a activarse con un burbujeo, y haga pensar que la fermentación continúa, pero en realidad es el CO2 escapando del líquido.

Aunque pruebes la cerveza del fermentador y te parezca plana, que eso no te engañe. Ahí hay CO2 disuelto.

Si has hecho algún trasiego, como, por ejemplo, justo antes de embotellar (que al fin y al cabo es de lo que se trata este post), probablemente pierdas CO2 en dichos trasiegos, si no lo haces con metodología avanzada. ¿Cuánto? Es difícil de estimar. Así que por ahora no lo tengas en cuenta. Nadie suele tenerlo en cuenta, toma los datos básicos de los que hablamos aquí y no hay problemas mayores.

En la tabla de la izquierda tenemos un resumen con datos aproximados de los volúmenes de CO2 que tendrás en tu cerveza después de carbonatar. Siguiendo con el ejemplo, dijimos que habíamos subido la temperatura a 21 °C durante la fermentación.

Un rápido vistazo a la tabla te dirá que tu cerveza, ahora mismo, tiene un nivel de carbonatación de 0,82 volúmenes.

Segundo paso | Cálculo de la cantidad de azúcar a añadir

Como ya sabemos la cantidad de CO2 que hay disuelto en la cerveza antes de añadir azúcar para la refermentación, tendremos que calcular la parte restante.

El principio es muy sencillo: elegimos un nivel de carbonatación, le restamos la parte que ya tenemos (residual) y calculamos qué cantidad de azúcar hay que añadir.

Hemos argumentado que un nivel de carbonatación óptimo que no defrauda es el de 2,5. Si seguimos con el ejemplo anterior, si restamos el CO2 residual (0,82) a nuestro volumen objetivo, tendremos que 2,50 – 0,82 = 1,68.

Por tanto, tenemos que calcular la cantidad de azúcar necesaria para conseguir 1,68 volúmenes de CO2.

Numerosas fuentes, para simplificar este paso, dicen que cada gramo de azúcar en 1 litro de cerveza, aportarán 0,23 volúmenes de CO2. Si atendemos a estas fuentes, tendremos que 1,68 dividido entre 0,23 = 7,3 g/l

Otras fuentes son más generosas y declaran que la cifra correcta es que 1 gramo de azúcar por litro, produce 0,25 volúmenes de CO2. Si hacemos la cuenta, salen 1,68 / 0,25 = 6,72… Un poquito menos.

Para acabar, si nuestro lote fuera de 25 litros, tendríamos que multiplicar los g/l por la cantidad de litros (obvio). Es decir, 7,3 x 25 = 182,5 gramos en el primer caso y 6,72 x 25 = 168 gramos en el segundo.

Como siempre digo en estos casos, lo mejor es tomar un criterio, aplicarlo a tus procesos y luego ir ajustando conforme a los resultados.

Para quienes no quieran complicarse nada, existe la regla de que para carbonatar hay que emplear, directamente, 7 g/l. En mi caso personal, estuve carbonatando lotes y lotes de cervezas con esa regla simple. Cuando empezamos a hacer secundarios en frío, empezamos a tener problemas de sobrecarbonatación y dedujimos que era porque la fermentación podía no atenuar del todo y darnos puntos extras en la refermentación. Así que redujimos la cantidad de azúcar a 6 g/l y a 5 g/l más adelante. Entre 5 y 7 g/l he estado carbonatando todos mis lotes de cerveza sin mayores problemas. Mi recomendación es empezar con 5 g/l y de ahí ir subiendo, mejor que hacerlo al revés.

Tipos de azúcar

Parece sencillo hablar de “azúcar“, sin embargo, hay algunas consideraciones a tener en cuenta. Para hacerlo fácil, podemos decir que hay azúcares 100% fermentables, es decir, que el contenido de ese azúcar es realmente azúcar (parece una tontería, pero no lo es), y por otro lado tenemos los azúcares que no son 100% fermentables.

Este segundo grupo tiene una serie de componentes, que a pesar de que en la industria se les conoce como “impurezas”, no tienen por qué ser malos para nuestros propósitos. Estas impurezas, al no ser fermentables, quedan en la cerveza final, aportando su carácter. Por ejemplo, la “panela”, que venden en muchas tiendas de productos suramericanos, es un azúcar sin refinar procedente de la caña de azúcar, y evidentemente, aportará parte de su carácter a la cerveza.

También hay que tener en cuenta que los azúcares oscuros también tendrán cierto aporte de color a la cerveza.

Aunque hay muchos más tipos de azúcar que los que vamos a nombrar a continuación (va por culturas, y marco geográfico), estos son los azúcares más comunes a la hora de carbonatar:

Sacarosa | Azúcar blanquilla: la más común en España, se la conoce también como “azúcar de mesa“ o azúcar común. Se trata de azúcar refinado puro (que no tiene “impurezas“), fermentable al 100%. Es el estándar para cualquier jombrigüer principiante (o no), sobre todo por su facilidad para conseguirlo en cualquier parte (¡se lo puedes robar a tu abuela!).

A nivel más técnico podemos contar que se trata de un disacárido compuesto de una molécula de glucosa y otra de fructosa, y para que las levaduras puedan usarlo, primeramente tiene que ser simplificado en monosacaridos. Cuando calentamos la sacarosa en un medio ácido como el mosto, se “invierte” (llamamos azúcar invertido a la disgregación por hidrolización de la sacarosa en glucosa y fructosa). [¡plink!]

Glucosa | Dextrosa | Azúcar de maiz: lo pongo aquí porque es el referente de todas las publicaciones estadounidenses, aunque en España no sea tan popular. Es un monosacarido (tanto la dextrosa como la glucosa) 100% fermentable, y por su simpleza, el más aconsejable para las levaduras. La dextrosa es fácil de conseguir en las tiendas de insumos cerveceros. A los cálculos que hagas para saber qué cantidad de sacarosa hay que añadir, tienes que multiplicar por 1,1 o 1,15 (es decir, un 10%-15% más) si usas este tipo de azúcar. Querría ser más preciso, pero según el autor a quien consultes, unos dicen un 10% más y otros, un 15%.
Aunque la fuente más común es el maíz, también sale del trigo o las patatas.

Azúcar moreno: si es puro, consiste en una parte de azucar refinado, y cierta parte de “impurezas” que aportarían su carácter a la cerveza. Sin embargo, la mayoría de “azúcares morenos” que se venden el mercado habitual, no es otra cosa que azúcar blanquilla con colorante. Así que hay que saber qué es lo que compras. Habitualmente, será 100% fermentable, o su parte “impura” será despreciable.

Azúcar Candy | Azúcar invertido: Suelen tener color oscuro, y cuánto más oscuro es, más sabor aporta. Puede ser líquido (como sirope) o con forma cristalizada. También pueden aportar color a las cervezas. La mayoría son fermentables 100%. Así que a no ser que tengas información detallada de su verdadero contenido, trátalo como si fuera sacarosa.

Melazas | Siropes: son muy oscuros y aportan su caracter (sabor) a la cerveza. Lo importante aquí para usarlos es saber qué contenido de azúcar tienen y qué parte corresponde a su caracter.

Miel: la miel, como hemos explicado más arriba, tiene una parte de azúcar, que puede variar según la fuente entre el 75 y el 85% (glucosa y fructosa la mayor parte, pero tambien sacarosa, maltosa y otros azúcares). La parte de caracter de la miel es compleja y determinante. Se pueden conseguir grandes resultados de carbonatación con la miel, si se sabe gestionar. Además, muchos aseveran que su contribución a la estabilidad y generación de espuma al servir la cerveza es impagable.
Si usas miel para carbonatar, tendrás que multiplicar por 1,2 o 1,3 la cantidad de gramos que hayas calculado para sacarosa.

Zumos de frutas: los zumos tienen azúcares que también son fermentables por las levaduras, y tienen esa parte no fermentable que contribuirán con su sabor al conjunto final. Por un lado, si usas zumos industriales, puedes tener a mano la información de su contenido de azúcar para usarlo para carbonatar. Por otro lado, esos zumos suelen tener un montón de porquería que no harán ningún bien a la cerveza. El uso de zumos naturales es más recomendable, pero necesitan cierta gestión y conocimiento para calcular la cantidad correcta, que no vamos a tratar aquí por ahora. Pero no deja de ser una buena idea.

En el tintero nos dejamos muchos tipos de azúcar que suelen usar los americanos, pero que no están al alcance del europeo medio. Palabras como demerara, turbinado o piloncillo serán familiares a quienes hayan indagado un poco en la literatura americana.

Muchos prefieren el uso de la dextrosa por encima de la sacarosa. Y la razón que aducen para tal preferencia es que hay un aporte de sabor “asidrado” por influencia directa del azúcar. En principio, si el azúcar es refinado y ha fermentado con éxito, no tendría por qué aportar ningún sabor, y menos en cantidades tan pequeñas. Para dos personas bebiendo la misma cerveza, a una puede saberle asidrada y a otra no (dependiendo de sus umbrales de percepción). Sin embargo, es más probable que el sabor a sidra venga del acetaldehído generado por las levaduras en la fermentación, que del azúcar utilizado.

Si las levaduras en suspensión son pocas, hay insuficiente FAN o una carencia de algún nutriente básico, la levadura puede producir ese sabor que la gente describe como “asidrado”. Para evitarlo, hay que cuidar a las levaduras, o preparar un buen chute de levadura nutrida para la refermentación. O en última instancia, deja a las cervezas madurar un poco más tiempo para que conviertan el acetaldehído en etanol.

Fuera como fuera, el azúcar tiene esa leyenda negra de “asidrar” la cerveza, pero el culpable suele ser otro, no el azúcar. Incluso puede ser por alguna contaminación bacteriana o por acción de algunos lúpulos precursores del acetaldehído.

A algunos individuos se le ocurre (incluso la práctica se ha visto en cerveceras artesanales comerciales) embotellar a sabiendas de que la fermentación no ha acabado, algunos puntos por encima. El resultado es un ahorro en el proceso, ya que no te hace falta cebar la cerveza ni con azúcar ni con mosto, ni con nada, puesto que el material fermentable va a venir directamente de la propia cerveza. Quizás pueda parecer una buena idea y puede resultar en algunos momentos, pero la realidad es que es muy imprevisible. Una atenuación más alta de lo normal, una medición errónea antes de embotellar o cualquier otro factor incontrolable va a provocar más de una sobrecarbonatación. Seguro.

Y como apunte final, están las “pastillas de carbonatación”, unas pastillas que manejándolas con el debido cuidado, se ponen en las botellas a razón de 1 pastilla por botella y nos ahorran los cálculos, los procesos de sanitización, disolución en el mosto y otros inconvenientes. Podéis encontrar un ejemplo en este link [¡plink!].

Las botellas

Podemos encontrarnos con muchas clases de botellas, y podemos buscar nuestras botellas ideales basándonos en unos pocos parámetros. La primera es el color. Huye de las botellas transparentes y de las verdes. Si quieres conocer las razones por las cuales es conveniente hacer esto, lee este otro post [¡plink!].

Hace años, corría el rumor de que las botellas que los bares reciclaban (es decir, que tiraban al contenedor de basura apto para las botellas), no eran las mejores para embotellar la cerveza, porque eran “demasiado finas”. Bueno… date cuenta que han tenido cerveza ya antes con anterioridad a la tuya, y que sabemos que las cerveceras comerciales embotellan a un nivel de 2,4-2,7 volúmenes. Así que podemos enterrar la leyenda urbana de que no son aptas, porque, además, son las que usamos la gran mayoría.

Los datos técnicos que se suelen manejar (como orientación), son que las botellas de tercio suelen aguantar una presión de 3 volúmenes. Esto es lo que las hace peligrosas porque una mala gestión de la carbonatación puede suponer la fabricación inconsciente de una bonita bomba de relojería. Quizás conviene matizar este punto de la presión máxima de 3 volúmenes para botellas de tercio… Se trata de una indicación general, y siempre dependerá del fabricante. Ocurre que muchos jombrigüeres no tienen constancia de quien fabrica sus botellas porque las usan recicladas, y es mejor ponerse en el peor de los casos, así que estimar un volumen máximo de 3 para botellas de procedencia desconocida no es descabellado.
Otra manera de cubrirse es pesar las botellas en vacío, hay datos contrastados de fabricantes de botellas que para un peso de 218-220 gramos las taran en 3,5 – 3,6 volúmenes (a 20 °C) , y posiblemente se taren por debajo de lo que realmente aguantan. En cualquier caso, y teniendo esto en cuenta, es bueno ser precavido.

Las botellas de tercio típicamente belgas (más bajas y anchas que las de tercio corrientes, también conocidas como botella “Steiner”) y las de medio litro típicas del estilo Weizen, tienen un poco más de resistencia, unos 3,5 volúmenes. Por eso cuando veo tablas de carbonatación con 4 o 5 volúmenes, me llevo las manos a la cabeza. Las botellas con tapón mecánico, también conocidas como “swing top”, suben el rango a 4 volúmenes. Y las más resistentes serían las de champán (sólo hay que ver el grosor de sus paredes) con una resistencia de 7 volúmenes y las de PET, que aguantan hasta 10 volúmenes.

A título personal, prefiero las botellas típicamente belgas (en el dibujo), puesto que ponerlas de pie en cualquier frigorífico doméstico no supone ningún trauma.

A la hora de rellenar las botellas, ten en cuenta que el primer CO2 que se genere escapará del líquido y quedará atrapado en el cuello de la botella, por lo que tienes que tener en cuenta que, si dejas mucha botella sin rellenar, la carbonatación puede ser más baja de la debida.

Técnica | ¿Cómo añadir el azúcar?

Tienes tu cerveza lista para embotellar, y ya has calculado qué cantidad de qué tipo de azúcar necesitas para añadir a tu cerveza.

Llegados a este punto tienes dos opciones básicas. Una es disolver el azúcar en agua, dándole un hervido de pocos minutos para asegurar una muerte segura a cualquier bacteria que haya cerca, y luego disolver ese agua en la cerveza. En la mayoría de los casos, si el lote de cerveza es grande (más de 20 litros) y el volumen de sirope (esto es, agua + azúcar) pequeño, no vas a suponer ningún prejuicio para la cerveza. No la va a «aguar“, ni las altas temperaturas del sirope estropearán la cerveza o matarán a las levaduras en suspensión.

Sin embargo, la mejor práctica, más purista, consiste en disolver el azúcar en cerveza que hayas sacado del mismo fermentador que vas a embotellar minutos antes. Eso evitará cualquier tipo de pérdida de sabor que los morrofinos sabrán agradecerte en persona con miles de agasajos. Y si puedes dejar enfriar la cerveza azucarada un poco antes de mezclarla de nuevo en el lote a embotellar, pues mucho mejor. Si lo dejas enfriar, toma las precauciones convenientes para evitar contaminaciones. Además, al hervir el azúcar en el mosto (un medio ácido), se invertirá, como ya hemos explicado y tus levaduras serán más felices todavía.

El método más sencillo es poner el sirope que acabas de elaborar (más o menos frío) en un fermentador limpio y sanitizado y pasar desde el fermentador secundario al nuevo para embotellar. Si tomamos las medidas oportunas para evitar la oxidación de la cerveza, ésta se mezclará de forma homogénea con el sirope que hemos puesto en el fondo y desde ahí podremos embotellar con tranquilidad, usando el equipo adecuado, para luego ponerle la chapa a las botellas y dejar a las levaduras que hagan su trabajo.

Las prácticas avanzadas de barrer los fermentadores con CO2 y hacer los trasiegos en cerrado, evitando el oxígeno, son muy bienvenidas en este punto.

“Speisegabe”, el gemelo malvado del “Kräusening”
O carbonatación con mosto

Como primer punto, está muy extendido en jerga cervecera denominar kräusen o krausen (total, nadie dice “kroisen”) a la espuma generada por la fermentación, muchas veces espumarajos sin control de diferente consistencia, color y algunas veces, formas asombrosas. De esta manera, tenemos dos clases de espuma: el krausen, de la fermentación, y el giste, la espuma generada en el vaso al servir la cerveza, antes de chimplártela con alegría.

La teoría más extendida, es que si lo usamos como verbo, a la inglesa: krausening, nos estamos refiriendo a la carbonatación de la cerveza a través de mosto en lugar de azúcar añadida. Este método es antiguo, y muy ventajoso para los cerveceros tradicionales: ¿para qué aumentar los costes de producción para comprar azúcar (en el pasado y según la época y el lugar, bastante caro y/o difícil de conseguir) si al fin y al cabo lo que hacen en la maceración es extraer azúcares de la malta?

Con ese planteamiento sencillo, la respuesta está clara: la cerveza necesita azúcar, echémosle azúcar que viene del mosto de la cerveza. Retiramos una porción de mosto (¿cuánto?, lo veremos) una vez hervido, lo conservamos y lo añadimos cuando la fermentación ha terminado, antes de embotellar.

El método, como la palabra, se tiene como aportación alemana, por una razón histórica, la Reinheitsgebot o ley de pureza [¡plink!]. Si leemos con atención las consideraciones “legales” de la norma, el azúcar no estaba incluido dentro de los ingredientes permitidos, por lo que a los cerveceros alemanes no les quedaba sino el ingenio y el mosto para equiparar otras producciones de otras regiones que no tenían por qué atenerse a la norma.

Cabe destacar que en la comunidad de jombrigüeres españoles usamos la palabra “krausen” como jerga propia, tanto como para referirnos a la espuma de la fermentación como para el método de “carbonatar con mosto”. En este artículo de los cerveceros argentinos [¡plink!] nos aclaran que la palabra adecuada para la carbonatación con mosto es “Speise”, y el acto en sí, concretamente “speisegabe”. Una pena no saber alemán porque poniendo esta palabra en google sale mucha información al respecto.

Indudablemente, nos hemos visto muy influenciados por la literatura estadounidense y hemos heredado el error. El kräusening, por lo tanto, en realidad, sería la práctica de añadir cerveza en fase de fermentación vigorosa, a la cerveza que está en fermentación secundaria, con el objetivo de mejorar la calidad de ésta última, ya que las nuevas levaduras en acción acabarían de “limpiar” la cerveza. Tiene su lógica, ya que subproductos como el diacetil, el acetaldehído y hasta otros compuestos sulfurosos [¡plink!] pueden eliminarse con más facilidad gracias a las levaduras en buena forma. Y como consecuencia, también se consigue una atenuación mayor. Gracias a esta técnica, en la antigüedad, se conseguían cervezas con más graduación (hoy por hoy, a la cerveza se la “maltrata” de otras maneras variopintas).

En inglés, este método lo conocían como “gyle”, pero nos confundiría más al mezclarlo con el “parti-gyle” [¡plink!]

Si obviamos los debates semánticos, al añadir mosto a la cerveza fermentada con la intención de carbonatarla, la creencia es que conseguimos una cerveza más artesana (si el concepto “artesano” estuviera definido y pudiera aportar algo), totalmente natural, sin “azúcares añadidos” y para algunos morrofinos, más sabrosa. Otros, no notan diferencia alguna.

Uno de los inconvenientes de este método es la dificultad añadida de guardar mosto de la propia elaboración para usarlo una vez terminada la fermentación. Los antiguos cerveceros, que trabajaban a diario en la fábrica, no tenían que hacerlo, puesto que elaboraban la misma cerveza una y otra vez, así que sólo tenían que tomar mosto recién hecho para añadirlo a lotes ya fermentados.

En el mundo jombrigüer, es más complicado. Primero, porque no nos pasamos la vida elaborando y es difícil hacer ese tipo de rotaciones, y segundo, porque algo divertido que tiene esta afición es que no siempre elaboramos la misma cerveza.

Este último hándicap no tiene porqué ser malo. Es decir, quizás carbonatar con mosto de una APA tu doble IPA no sea mala idea (o viceversa). Pero querer carbonatar con mosto de stout una lager puede ser raro (o quizás, dar en el clavo descubriendo un novedoso estilo).

El caso es que si retiras mosto antes de fermentar, tienes que hacerlo con las precauciones necesarias para que no se contamine. Retirarlo caliente, recién hervido, es buena idea, ya que la temperatura matará a todo bicho viviente del recipiente donde lo guardes, siempre y cuando el recipiente aguante la temperatura. Y luego, conservarlo. Invariablemente, y sobre todo si lo guardas en frío, que es lo más recomendable, tendrás una decantación de sólidos, que estratificará el mosto. Y tendrás que poner cuidado para no remover los sólidos decantados y aprovechar el mosto limpio. No suele ser una tarea fácil. Nota que si usas los sólidos del mosto retirado, enturbiarás tu cerveza (además de los posibles sabores desagradables de los mismos por degradación tras una guarda larga). Los trasiegos añaden riesgo de contaminación y trabajo extra. Si te parece complicado, en Birrocracia puedes encontrar un post muy esclarecedor de cómo proceder en este paso [¡plink!].

Pero supongamos que por alguna razón has llegado al punto de querer embotellar tu cerveza, y tienes mosto listo y limpio para añadir con el objeto de carbonatar. ¿Cuánto mosto hay que añadir?

Como siempre en esta afición (que me den 1 euro cada vez que escribo esa frase), cada maestrillo tiene su librillo. Yo voy a desarrollar, con alguna variante, las fórmulas que Mauricio O. Wagner comenta en este post muy interesante [¡plink!], ya que fue el primer sitio donde leí sobre el asunto y le tengo cierto cariño (aunque un poquito difícil de comprender). Pero no podemos dejar de nombrar aquí a un clásico de la ACCE, Antonietor, con este otro post [¡plink!] del que dejamos aquí el enlace para quien quiera consultarlo. También en Birrocracia puedes encontrar apuntes sobre este tema [¡plink!].

El primer enfoque es diferente, ya que si antes partíamos de un azúcar simple (sacarosa, glucosa, dextrosa…) con un mosto complicamos el asunto, ya que vamos a encontrarnos con otros tipos de azúcares en diferentes proporciones. Vamos a tener la glucosa que ya conocemos, pero también vamos a tener maltosa y maltotriosa, además de otros azúcares no fermentables que no nos ocupan para este tema.

Por tanto, el primer paso es averiguar, de alguna manera, qué parte de la densidad de ese mosto corresponde a azúcares fermentables y qué parte es no fermentable.

Tenemos una ventaja muy clara, y es que (en el caso de que hayamos guardado el mosto con el que hicimos la cerveza), sabemos cuánto ha fermentado. Es decir, podemos saber a qué densidad puede bajar ese mosto porque una muestra (una gran muestra, nuestro lote), ya ha pasado por el proceso de fermentación.

Para ello necesitamos conocer el concepto de Atenuación Real, que podéis encontrar en este mismo blog [¡plink!]. Concretamente, el concepto que nos ocupa aquí es el saber el Extracto Real Final.

Y para simplificar y resumir, podemos usar esta fórmula:

Extracto Real Final = (0,8192 x Densidad Final) + (0,1808 x Densidad Inicial)

Si lo vemos con un ejemplo, todo es más sencillo. Pongamos la clásica cerveza que ha empezado a 1,050 y ha acabado a 1,010, pues tendremos que el Extracto Real Final es de:

Extracto Real Final = (0,8192 x 1,010) + (0,1808 x 1,050)

= 0,827392 + 0,18984

= 1,017

Y con este dato tan importante podemos conocer el grado de fermentabilidad del mosto que hemos guardado, en tanto por ciento, aplicando la siguiente fórmula matemática:

Cuando hablamos de “Puntos de Densidad”, nos referimos a la parte final de la densidad como número entero. En cristiano, una densidad de 1,063 sería 63. Una de 1,008, sería 8.
Por tanto, en el ejemplo, tendríamos que:

Con lo que concluimos que del mosto que hemos guardado, sólo un 66% de los azúcares que contiene son aptos para ser fermentados, y contribuirán a nuestra refermentación.

Como ya dijimos más arriba, para seguir con los mismos números, vamos a carbonatar a un volumen objetivo de 2,50 al que hay que restar el 0,82 disuelto en la cerveza.

Por tanto, ya habíamos concluido que el volumen restante a conseguir es de 1,68, así que tenemos que calcular la cantidad de mosto con un 66% de fermentabilidad necesaria para conseguir dichos volúmenes de CO2.

El primer dato que nos interesa aquí es cuánto CO2 producen los azúcares fermentables de la cerveza, y la cifra que se maneja es de 0,4815 gramos de CO2 por cada gramo de azúcar fermentable (sacado del post de Mauricio O. Wagner ya enlazado).

El segundo dato importante es cuántos gramos de azúcar hay en cada litro de nuestro mosto. Para saberlo, podemos aplicar la siguiente fórmula (hay varias, en esta se usa una conversión a grados Plato interiorizada):

Y en nuestro ejemplo, podemos saber que:

Recopilemos datos. Sabemos que 1 gramo de azúcar fermentable de nuestro mosto va a generar 0,4815 gramos de CO2. También sabemos que cada litro de nuestro mosto tiene 81,38 gramos de azúcar fermentable. En el ejemplo dijimos que nuestro lote a fermentar era de 20 litros y que vamos a necesitar 1,68 volúmenes de CO2.

Ahora toca saber cuántos gramos de CO2 por litro necesitamos para completar esos 1,68 volúmenes. Para saberlo hay que multiplicar por 1,96, como hemos explicado en la sección de datos frikis.

Por tanto, 1,68 x 1,96 = 3,29 g/l de CO2 que necesitamos para refermentar nuestra cerveza conforme a lo que queremos.

Si dividimos los 3,29 g/l de CO2 que necesitamos por los 0,4815 g de CO2 que genera el azúcar fermentable de nuestro mosto, tenemos que necesitamos un aporte de 6,83 gramos de azúcar fermentable por litro.

Como son 25 litros de lote: 6,83 x 25 = 171 gramos de azúcar que necesitamos.

Pues con esa información, sabiendo que cada litro de nuestro mosto tiene 81,38 gramos de azúcar, si dividimos 171 entre los 81,38 sabemos que necesitaremos 2,1 litros de nuestro mosto para carbonatar nuestra cerveza.

No ha sido tan complicado. ¿O sí?

En modo fórmula, el método quedaría así:

Si no hemos guardado mosto del mismo lote que vamos a carbonatar, como es aconsejable conocer el Extracto Real Final, la mejor idea es poner una parte del mosto a fermentar con una buena cantidad de levadura y conocer estos datos de forma fehaciente. Si no, puedes jugar con estimados, pero nunca es aconsejable.

Hasta aquí la teoría. Pero no hay nada mejor que la práctica y la experiencia. Así que toca insistir en la base de todo en esta afición: adopta un criterio, síguelo y adapta en función de los resultados.

¡Con el azufre hemos topado, amigo jombrigüer!

En 1970, el químico Dr. Morten Meilgaard desarrolló una rueda de sabores de la cerveza, que incluía descriptores muy específicos, químicamente hablando. A partir de entonces, se han escrito multitud de artículos sobre de dicho trabajo, ampliando, modificando o discutiendo algunos puntos. En origen, el estudio de Meilgaard dividió todos los posibles descriptores de sabores de la cerveza (según su criterio) en 14 grandes grupos (o clases) que podéis cotillear si queréis [¡plink!].

El texto que viene a continuación se centra en el grupo 7 de dicha rueda de descriptores, que habla de los sabores derivados de los compuestos azufrados. La intención, con el tiempo, es ir desgranando todo el contenido del estudio, pero es demasiado largo como para incluirlo entero, y es mejor ir grupo a grupo.

Quien siga el blog de manera habitual, sabrá que unos de los principios básicos de la existencia de este sitio es que “el mundo es mejor si hay buenas cervezas en él”. Si ponemos todos de nuestra parte para evitar los malos sabores provenientes del azufre y sus derivados, daremos un paso importante en nuestras elaboraciones caseras hacia este objetivo. Por desgracia, estos sabores son muy comunes en las cervezas que hacemos en casa, y conviene saber atajarlos cuanto antes.

Este post, en realidad, es una traducción/adaptación del artículo “Sources and Impact of Sulfur Compounds in Beer”, publicado originalmente en la revista Brewing Techniques (vol. 6, nr. 3), y posteriormente en la web moreBeer!, donde podéis ver el original [¡plink!] de 2013. Su autor es Scott Bickham, a quien algunos tuvimos el placer de conocer en el congreso ACCE de Madrid en 2016, al que asistió como proctor en el examen de acceso a la BJCP. Contiene mucha información técnica, por lo que su lectura no es “blandita”.

Causas y efectos de los compuestos azufrados en la cerveza | by Scott Bickham

Los compuestos de azufre son el origen de algunos de los malos sabores que podemos encontrar en la cerveza, tales como el famoso olor a mofeta, caucho, diversos vegetales y otras pestilencias. La parte buena es que los compuestos de azufre pueden servir como antioxidantes. Vamos a centrarnos en saber qué provoca la aparición de estos compuestos y cómo podemos controlar sus malos sabores a la hora de elaborar cerveza.

Se empezaron a dar cuenta de la importancia que tenían los componentes sulfurosos en la elaboración de cerveza en 1898, cuando identificaron al ácido sulfhídrico como el culpable de cierto olor desagradable en los gases provenientes de la fermentación (1), concretamente, olor a huevos podridos. Estos compuestos suelen ser volátiles, con los umbrales de aroma y sabor muy bajos (es decir, que son detectables aun cuando se presentan en partes por mil millones). De hecho, los catadores bien entrenados son capaces de reconocer sabores sulfurosos incluso cuando las cantidades de dichos compuestos responsables del sabor son demasiado pequeñas como para detectarse con modernas técnicas de laboratorio. Y una característica adicional que complica el análisis de los compuestos de azufre es que se convierten muy fácilmente a otros compuestos en respuesta a los cambios en el pH, la temperatura y lo que se conoce como “reacciones de estancamiento” (“staling reactions” en inglés) (2).

Los compuestos de azufre se han dividido en cuatro categorías con más de una docena de descriptores (o “sub-descriptores”, si se permite), representados, como ya hemos dicho en la introducción, dentro de la Clase 7 en la Rueda de Sabor de la Cerveza (resumidos en la tabla I un poco más abajo); la cual podemos bajarnos de su sitio original [¡plink!]. La primera de las cuatro categorías de compuestos de azufre se describe como “sulfítico”, el cual se asocia al olor de una cerilla (fósforo, cerillo) cuando se enciende. Estos sabores no tienen que confundirse con los sabores “sulfúricos” de la segunda categoría, los cuales varían desde el olor a huevos podridos (en realidad, ácido sulfhídrico), a mofeta, la descomposición a causa del efecto de la luz (mercaptanos), a goma, o gambas/langostinos (autolisis de la levadura). La tercera categoría consiste en sabores a verduras o vegetales hervidos o cocidos, los cuales, principalmente, son causados por el sulfuro de dimetilo (DMS) y sus compuestos relacionados. Los sabores aportados por la levadura componen la última categoría de este grupo, de los cuales hablamos junto a la autolisis en este mismo artículo.

Todos los compuestos responsables de los malos sabores a causa de derivados del azufre, son causa, en última instancia, de los ingredientes usados en la elaboración. Los niveles en los que aparecen en la cerveza terminada son determinados, en gran medida, por el proceso de elaboración. Cabe decir que algunos sabores, en un principio denominados como “malos” (‘off-flavors’ para los anglosajones y gafapastas), son deseables en ciertos estilos, como por ejemplo, las cervezas tipo lager (‘continental lager’), donde se complementan bien con el aroma a malta. Evidentemente, en otros estilos son considerados como defectos, como por ejemplo en las ales inglesas, donde tanto las maltas, como las levaduras y los métodos de fermentación son cuidadosamente establecidos para minimizar la formación de componentes volátiles de azufre (3). Aunque va a depender mucho de la cepa en cuestión, por lo general, las levaduras lager producen una variedad de compuestos de azufre mucho mayor que las levaduras tipo ale; por lo que los sabores y aromas derivados de estos compuestos son una manera natural de distinguir entre cervezas lager y ale.

Pero no todos los sabores sulfurosos se forman durante el proceso habitual de elaboración de la cerveza, puesto que también pueden ser resultado de una contaminación bacteriana o por una manipulación incorrecta. Estas situaciones transforman ciertos componentes sulfurosos que en otras circunstancias no estarían activos ni en el sabor ni el aroma de la cereza (como por ejemplo, aminoácidos como la metionina y la cisteína), en compuestos no deseables, como el ácido sulfhídrico y los mercaptanos.

Si aprendemos las características de estos sabores, así como su origen potencial en los ingredientes y en los procedimientos de elaboración, podemos obtener las herramientas necesarias para controlarlos.

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Sabores sulfíticos (sulfatos y sulfitos)

Uno de los orígenes principales del azufre en la cerveza es el ion sulfato. Los iones de sulfato provienen del ácido sulfúrico o sales de sulfato, y consisten en un átomo de azufre unido covalentemente a cuatro átomos de oxígeno (SO4). En la naturaleza, a menudo se encuentran en combinación con iones de calcio y magnesio cargados positivamente (que se hidratan para formar sales de yeso y epsom, respectivamente). Los rangos de concentración de sulfatos en las aguas de elaboración de lugares históricos, varían desde prácticamente cero para Pilsen, hasta más de 400 ppm en Burton-on-Trent. Los sulfatos no aportan sabor a niveles por debajo de 150 ppm, pero a partir de ahí puede aportar sequedad a las cervezas bien lupulizadas.

Los sulfatos comparten el descriptor sulfítico con los sulfitos (y es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde). Es decir, que tu percepción aroma/sabor será igual tanto por uno que por otro.

El ion sulfito viene de las sales de ácido sulfuroso y consiste en un átomo de azufre unido a tres átomos de oxígeno (SO3). En una cerveza con un típico pH de 4, los sulfitos tienden a entrar en la solución como bisulfitos, que es un ion sulfito unido a un ion hidrógeno (HS03). Tanto los sulfitos como los bisulfitos son agentes fuertemente reductores, capaces de aceptar átomos de oxígeno de otros compuestos, para formar dióxido de azufre y agua. La mayoría de los sulfitos en la cerveza se unen a compuestos de carbonilo, lo que disminuye tanto su aporte de sabor como su capacidad reductora. Una cantidad muy pequeña quedará libre en la cerveza y puede formar dióxido de azufre. Cuando está presente en concentraciones altas (más de 20 ppm), el dióxido de azufre aporta un olor similar al de una cerilla cuando se enciende.

Los sabores sulfíticos son muy raros de encontrar en las cervezas de los Estados Unidos (N. del T. Recordemos, por favor, que el artículo es de origen estadounidense y por eso continuamente hace referencias a su geografía) porque los sulfitos, como aditivos, tienen el uso restringido por ley (hasta 10 ppm, sin etiquetar), pero sí son comunes en el vino y en la sidra, donde el bisulfito potásico o sódico es usado como conservante. En otras partes del mundo, fuera de los Estados Unidos, también podemos encontrarnos sulfitos en la cerveza. En Gran Bretaña, por ejemplo, los sulfitos son un aditivo legal en sus cervezas (hasta 40 ppm para sus cask ales). El lúpulo puede ser una fuente potencial de sulfitos, ya que los agricultores a menudo usan algún derivado del azufre en sus campos para controlar mohos y otras fitopatologías. Aunque el 90% de este azufre se elimina durante el hervido, una pequeña parte queda libre y altamente reactivo, por lo que puede formar sulfitos y otros compuestos. También se forma una pequeña cantidad (de entre 0,5 y 20 ppm) de dióxido de azufre durante la fermentación (especialmente en las fermentaciones lager); sin embargo, siempre y cuando el nivel se mantenga por debajo del umbral de percepción, su poder antioxidante mejora la estabilidad del sabor (4), y sin efectos perjudiciales. El resto de las moléculas de azufre libre, generalmente, se eliminan durante la fermentación.

Si quieres entrenarte para detectar este sabor desagradable, un buen método es añadir metabisulfito sódico a una cerveza tipo “light lager” (como referencia). El metabisulfito es fácil de conseguir en cualquier tienda de material para cerveceros caseros o que se dediquen a suministros para la elaboración de vino; en los Estados Unidos, se comercializa también como “pastillas Campden”. La proporción ideal sería disolver una pastilla Campden (son de 0,5 gramos cada una) en unos 30 mililitros de cerveza (en el texto original, 1 onza, 29,5 ml), y luego, añadir 1 o 2 cucharaditas de esa mezcla a una botella de tercio (en realidad, 12 onzas según el original, unos 354,9 ml). Aunque una buena idea es ir calibrando la mezcla en una cantidad de cerveza más pequeña, añadiendo poco a poco hasta ir notando que el sabor se hace perceptible. Como advertencia, las personas con asma o que sean intolerantes a los sulfitos deberían abstenerse de hacer estas pruebas, aunque el compuesto también puede detectarse en aroma.

Sabores sulfídicos

Los sabores sulfídicos son producidos por el ácido sulfhídrico (también conocido como sulfuro de hidrógeno), los tioles (o mercaptanos), tioésteres y compuestos relacionados. No son deseados en la cerveza, y todos se vuelven más nauseabundos a medida que aumentan sus concentraciones (obviamente).

El ácido sulfhídrico es, probablemente, el miembro de este grupo mejor entendido por los cerveceros. Es un subproducto de la fermentación, con un umbral de percepción muy bajo, de sólo unas pocas partes por miles de millones (ppb, en inglés, y no ppm como es más habitual). Se presenta como un reconocible olor y sabor a huevos podridos. El ácido sulfhídrico experimenta varios picos en su concentración, a medida que la fermentación va progresando (3), pero la mayor parte se escapa junto al dióxido de carbono, durante la etapa de fermentación y de maduración. Las concentraciones de este compuesto alcanzan su nivel más alto durante el periodo de multiplicación de levaduras; y cuanto más sedimentos y oxígeno disuelto tenga el mosto enfriado, mayor será la concentración de ácido sulfhídrico (3). Y la cantidad total de este compuesto dependerá de la cepa de levadura; bajo condiciones idénticas, las levaduras ale producirán menos que las cepas lager (5).

La mayor parte del azufre que hay en el ácido sulfhídrico proviene de la cebada y otros adjuntos, concretamente de los aminoácidos cisteína y metionina, y de las proteínas que los contienen. La levadura necesita estos aminoácidos para sintetizar proteínas, coenzimas y vitaminas (5). La levadura puede usar iones de sulfato si las fuentes orgánicas (aminoácidos) no están disponibles, ya que los iones de sulfato son menos favorables en lo relativo a aporte de energía.

Por todo esto, la mayoría del ácido sulfhídrico que llega a la cerveza terminada está unido a compuestos de carbonilo, y esa unión no es activa en cuanto a aporte de sabor. Sin embargo, puede que los compuestos de azufre se produzcan por organismos en descomposición, concretamente por bacterias gramnegativas (como las zymomonas y las enterobacterias). En tales casos, los niveles de ácido sulfhídrico son tan altos que no pueden ser eliminados por los métodos habituales (dióxido de carbono y levaduras).

Curiosamente, se ha constatado que el nivel de ácido sulfhídrico se duplica en la cerveza filtrada después de la pasteurización (6), lo cual indica que el nivel no es invariable, sino que se ve afectado por diversas reacciones de reducción-oxidación que tienen lugar en la cerveza terminada (2). Este proceso también se apoya en la percepción de que la cerveza recién pasteurizada tiene un sabor a “cerveza verde”, que disminuye a niveles normales cuando el ácido sulfhídrico se combina con otros componentes. También es reseñable el descubrimiento de que el ácido sulfhídrico puede eliminarse completamente si hacemos fluir la cerveza a través de una celda electrolítica de cobre (6). Aunque dicho tratamiento incrementa los niveles de concentración de cobre en la cerveza, puede especularse que este experimento confiere credibilidad a los fabricantes de cerveza que prefieren usar recipientes de cobre en la producción de cerveza de calidad.

Los tioles, también conocidos como mercaptanos, están estrechamente relacionados con el ácido sulfhídrico. Los miembros más relevantes de la familia de los tioles (en lo que respecta a la elaboración de cerveza) son los metil-, etil- y butilmercaptanos. Estos compuestos tienen aromas que pueden recordar al del repollo podrido, los ajos, las cebollas o los huevos (todos podridos). En concentraciones muy altas pueden ser percibidos como aroma a gambas o langostinos (algunos lo asocian a los berberechos, o marisco en general).

El origen y el comportamiento posterior de estos compuestos son muy similares a los del ácido sulfhídrico. Los tioles se suelen formar a partir de la levadura, por la metabolización de los aminoácidos que contienen azufre. Una pequeña cantidad puede venir del aceite esencial del lúpulo, particularmente, en aquellos que hayan sido tratados con azufre durante su cultivo (3). Uno de los tioles principales que podemos encontrar en la cerveza es el 3-metil-2-buteno-1-tiol (MBT), el cual es el compuesto responsable del aroma a mofeta (o zorrillo o zorrino, como dicen en América, o “skunky”, en los textos en inglés), detectable en las cervezas que han sido expuestas a la luz de manera inconveniente y prolongada. Los tioles son un componente importante en el olor fétido que segregan las glándulas anales de los mefítidos (mofetas y demás primos hermanos) cuando se sienten amenazados para protegerse de los depredadores, por lo tanto, una cerveza que contenga altos niveles de MBT, será recordada como una cerveza genuinamente “mofetosa”. (N. del T.: no deja de resultar curioso cómo se usa constantemente el descriptor de “olor a mofeta”, como si cualquier humano de a pie estuviera familiarizado con un encuentro traumático con estos animalillos. Pero mucho más curioso es el hecho que recuerdo haber leído alguna vez de un individuo argentino que vivía al lado de una fábrica de cerveza y se acostumbró a este olor. Más adelante, en sus paseos por el bosque, reconocía ese olor y se preguntaba dónde estaría la fábrica de cerveza, hasta que averiguó el verdadero origen animal de la pestilencia).

Este sabor a “golpe de luz” (ligth-struck, en voz inglesa), como su nombre indica, se forma a partir de una reacción fotoquímica desencadenada por la luz con una longitud de onda en el rango de 350-500 nm, el cual se extiende entre el azul y el ultravioleta del espectro electromagnético. La luz interactúa con la isohumulona del lúpulo de forma casi instantánea, para producir MBT (el cual tiene un umbral de sabor extremadamente bajo, de menos de 1 parte por mil millones). De este fenómeno ya hablamos hace algún tiempo en este mismo blog en este post [¡plink!].

La radiación del sol, y por desgracia, la iluminación de los fluorescentes que se usan en todas las tiendas de distribución de cerveza o supermercados, están en la longitud de onda ideal para desencadenar esta reacción. Además, también tiene lugar (aunque más despacio), bajo la luz incandescente o luz diurna difusa. Teniendo en cuenta que el tipo de iluminación que se instala en los espacios de distribución de cerveza no está bajo el control del fabricante de cervezas, la mejor solución es embotellar la cerveza en botellas de color ámbar o marrón, las cuales son prácticamente opacas a las ondas de luz malignas. Las botellas verdes o transparentes, por el contrario, son muy sensibles a dichas ondas de luz, por lo que las cervezas que usan este tipo de botellas, son susceptibles a este tipo de degradación fotoquímica. El problema es (o era) tan frecuente en algunas de las cervezas comerciales populares embotelladas de esta manera, que se podría especular con que algunos consumidores han llegado a aceptar este mal sabor tan particular como parte del perfil propio de esas cervezas.

Otros sabores sulfídicos atribuidos a los mercaptanos son el ajo, la col (o repollo), o notas a caucho quemado. Estos descriptores están asociados con el sulfuro de dietilo, el disulfuro de dietilo y polisulfuros. Estos compuestos de dietilo se consideran generalmente equivalentes al DMS con respecto a su formación durante la elaboración (3). Esto quiere decir que los niveles de estos compuestos están directamente relacionados con la cantidad de DMS, por lo que el DMS puede ser usado para estimar estas concentraciones. Dichos compuestos, en niveles bajos, contribuyen con agradables notas sulfurosas en segundo plano típicas de las cervezas lager, pero a niveles más altos son desagradables, y estos niveles suelen venir provocados por deterioro bacteriano. En los aceites esenciales del lúpulo podemos encontrar polisulfuros, tales como los trisulfuro y tetrasulfuro de dimetilo. El trisulfuro de dimetilo suele ser destruido por medio del dióxido de azufre, cuando suben las temperaturas en los hornos de secado de lúpulo, pero luego se va regenerando lentamente durante su almacenamiento (5). Estos compuestos tienen umbrales de sabor extremadamente bajos, y por ello pueden tener aportes importantes al sabor, sobre todo cuando estos lúpulos se usan al final del hervido, o para dry hopping.

Para quienes no estén familiarizados con el descriptor de sabor “a pedo de mofeta” asociado a la exposición de la cerveza a la luz, es muy fácil preparar una muestra para catas. Sencillamente, deja una botella de la cerveza de referencia a la luz del sol de uno a tres días (o más, si vives en un sitio donde ‘el sol brilla por su ausencia’), dependiendo de la intensidad del sabor que quieras conseguir y el color de la botella. En la práctica, los catadores entrenados pueden ser capaces de identificar otros sabores de mercaptanos aparte del característico “pedo de mofeta”, normalmente asociado a las cervezas lager.

El texto referenciado como número 4 (al final del post), relata un experimento interesante que puede ayudarte a aprender las diferencias entre cada uno de los compuestos sulfídicos descritos más arriba. Prepara dos vasos, y añade unos pocos mililitros de un preparado con un 1% de sulfato de cobre y otro con 1% de sulfato de zinc. Usa un tercer vaso para la muestra de control. En cada vaso, vierte 118 ml (4 onzas, en el texto original) de la cerveza que vas a usar en la cata (ya sea artesana, casera o industrial), y remueve bien para mezclarlo todo. Huele cada una de las muestras y nota las diferencias. ¡Pero no las pruebes! Estos brebajes inmundos conllevan un riesgo significativo de envenenamiento. El sulfato de zinc libera un aroma de ácido sulfhídrico; el sulfato de cobre desarrolla tanto ácido sulfhídrico como mercaptanos. Si no percibes ninguna diferencia a la primera, repite el experimento con una lager comercial, la cual tiene, de forma natural, altos niveles de compuestos azufrados.

Sabores a levadura

Los sabores sulfídicos atribuibles a la levadura comprenden tanto los sabores de levadura fresca y saludable, como los sabores desagradables provocados por la autolisis de la levadura. La autolisis de la levadura produce un inconfundible olor a podrido, goma, o marisco, fácilmente diferenciable del olor a carne de la levadura fresca.

Estos sabores sulfídicos desagradables son causados por la autolisis de la levadura, la cual es, en esencia, una forma de autodegradación. La autolisis ocurre bajo condiciones de estrés para la levadura, tales como alta presión osmótica (mucho alcohol, o mucho azúcar), temperaturas demasiado altas, almacenamiento excesivo de la cerveza en contacto con la levadura, o cambios ambientales repentinos. Bajo estas condiciones, las enzimas digestivas de la levadura, normalmente encapsuladas dentro de la célula, se liberan destruyendo la célula desde dentro. El contenido de la célula muerta queda libre, y es usado por otras levaduras a modo de nutrientes (7).

Los sabores derivados de la autolisis de levadura pueden encontrarse en cervezas embotelladas durante mucho tiempo. ¿Y cuánto tiempo es “mucho tiempo? Pues dependerá de la temperatura a la que la botella ha sido almacenada (las temperaturas altas acelerarán el metabolismo de la levadura y acelerarán su autolisis). Otro factor importante a tener en cuenta es la cantidad de levadura en suspensión presente en la botella —y como apunte genérico, una cerveza típicamente casera puede durar unos dos años si se almacena a la temperatura fresca adecuada.

Para identificar este sabor y su aroma, y teniendo en cuenta que este sabor desagradable es muy raro de encontrar en las cervezas comerciales, puesto que vienen filtradas, sin levaduras que puedan ser víctimas de la autolisis, la mejor idea es que cojas una parte del ‘barrillo’ de tu próxima elaboración, que obviamente no es otra cosa que un montón de levaduras.

Divide el barrillo en dos frascos diferentes. En uno de ellos echa cerveza (o agua estilirizada) y déjala a temperatura ambiente. En el otro, haz lo mismo, pero ponlo dentro de la nevera. Periódicamente, compara el aroma de una muestra y otra hasta que vayas notando las diferencias.

Este experimento te familiarizará con los sabores a levadura saludable y a los de autolisis de levadura. Y no olvides que la propia levadura usada en la elaboración también hará aportes de sabor y aroma que correspondan a su perfil concreto.

Sabores a vegetales cocidos | DMS y compuestos relacionados

El último grupo de la clase 7 de los malos sabores que vamos a cubrir en este artículo son los sabores a verduras o vegetales cocidos, asociados a los sulfuros de dialquilo. El dimetil sulfuro o sulfuro de dimetilo (DMS), es el compuesto más estudiado en esta categoría, debido a su importancia como componente de sabor en las cervezas de estilo lager. Como ya hemos dicho antes, el DMS rara vez se presenta como forma aislada, pero suele estar conectado a otros compuestos tales como el dimetil disulfuro (DMDS), el dimetil trisulfuro (DMTS), y el dietil disulfuro (DES) (3, 8). En concentraciones típicas, el DMS tiene un sabor a maíz cocido o a repollo, mientras que los compuestos dietílicos tienen sabores más similares al ajo y a la cebolla cocida. Las cervezas empiezan a saber a chirivía o a apio cuando los niveles de DMS son altos, y eso puede ser provocado por una contaminación del mosto.

El destino de muchos otros compuestos que hay en la cerveza está estrechamente relacionados con el DMS. Esta es la causa por la que el DMS se usa a menudo como un medidor para determinar cómo van a evolucionar estos compuestos relacionados con el azufre durante el proceso de elaboración (3). Los niveles relativos de cada uno de esos compuestos variarán, lo cual puede conducir a diferencias espectaculares en el sabor de la cerveza, particularmente cuando están implicados organismos en descomposición.

Casi todo el DMS que hay en la cerveza proviene de la cebada malteada, aunque también pueden provenir pequeñas cantidades de la cebada cruda y de otros cereales adjuntos (1). El nivel y carácter del sabor sulfuroso dependerá tanto del origen de la cebada como del proceso de malteado. El secado al horno de la cebada juega un papel fundamental en la determinación de qué cantidad de precursores de DMS (el s-metilmetionina o SMM, también conocido como la vitamina U) se descompone en DMS y otros compuestos, ya que esta reacción ocurre más rápido a altas temperaturas. Por tanto, cuanto más caliente haya sido el secado al horno de la malta, más cantidad de SMM ha sido reducido a DMS y por consiguiente, se ha eliminado, y queda una menor cantidad de precursores de DMS en juego a la hora de elaborar cerveza. Este factor influye en que sean las cervezas de colores claros las que sean más susceptibles a presentar sabores típicos de DMS, ya que usan maltas que han sido sometidas a temperatura relativamente bajas en comparación con otras. Las lagers son conocidas por tener un perfil de sabor de DMS (las maltas típicas para estas cervezas tienen un nivel de precursores de DMS de 4 ppm o más, por ejemplo, mientras que algunas maltas típicamente usadas para cervezas tipo ale pueden tener niveles de SMM inferiores a 0,1 ppm).

Los niveles de SMM también cambian en función de la variedad de la cebada. Las variedades canadienses, por ejemplo, parecen tener un alto potencial de precursores de DMS, aunque la maltería puede controlar este punto sin menoscabo para la modificación de la malta (lo que influiría en el rendimiento), al reducir el crecimiento de la germinación del grano (6). También, se sabe que la malta de dos hileras típicamente europea aporta un sabor sulfuroso más refinado que la estadounidense de seis hileras (típica de la región centro-occidental) (3). Además, los niveles de SMM aumentan con el contenido de proteínas en la malta (es fácil que el SMM se una a los péptidos). Así, las maltas británicas, que son típicamente más bajas en proteínas que las maltas continentales, aportan cantidades insignificantes de SMM (y por lo tanto, DMS) al mosto.

Si hervimos una parte de la malta, lo que ocurre en un macerado típico por decocción, esto ayuda a reducir una pequeña cantidad de SMM a DMS, y casi todo el DMS del macerado se evaporará durante el hervido (si el hervido es abierto y vigoroso); el punto de ebullición para el DMS es muy bajo, de 38 °C. Si la olla no está ventilada o abierta, el DMS se condesará y volverá al mosto. Posiblemente, se requiera de una pérdida del 8% en el volumen del mosto durante el hervido, como mínimo, para eliminar el DMS. La producción de DMS será más lenta durante el enfriado del mosto (el SMM se convierte a DMS en torno a los 60 °C), pero es importante reducir la temperatura tan pronto como sea posible porque la mayoría del DMS creado en este momento crítico, permanecerá en la cerveza terminada. Algunas fábricas de cerveza, incluso, inyectan aire o dióxido de carbono al mosto durante su enfriado para maximizar la tasa de evaporación de DMS (3).

Además de formarse a partir del SMM, el DMS también puede formarse mediante la reducción de dimetilsulfóxido (DMSO). Hay muchas opiniones diferentes acerca de la importancia de este mecanismo en la elaboración de cerveza. De acuerdo a las autoridades citadas en la referencia número 6, parece que esto es menos importante en general que la cantidad de DMS que se producirá gracias al contenido de precursores en la malta. Por otro lado, se han llevado a cabo una gran cantidad de investigaciones sobre la reducción de DMSO a DMS por interacción de la levadura, sobre todo a temperaturas de fermentación típicamente lager. Los compuestos azufrados producidos durante la fermentación se han asociado de forma directa con la cepa de levadura, concentración de oxígeno en el mosto, cantidad de levadura inoculada y temperatura de fermentación (9). Las bacterias gramnegativas también pueden provocar esta reducción, produciendo niveles extremadamente altos de DMS, ácido sulfhídrico y mercaptanos. Este problema puede ser muy grave en el entorno bajo en oxígeno que nos encontramos dentro de un barril de cerveza.

La mayoría de los catadores pueden detectar el DMS en cervezas lager elaboradas con la malta típica de la región centro occidental de los Estados Unidos y lagers canadienses, y también en cream ales tales como Little Kings, Old Milwaukee y Carling Black Label. Todas estas cervezas contienen maíz como ingrediente adjunto, el cual también aporta ciertas notas a maíz; en mi experiencia, sin embargo, el sabor de maíz típicamente asociado al DMS es notablemente más áspero y tiene notas ligeras a cereales.

Si estás muy interesado en este tema y quieres saber más acerca de la formación y reducción de sabores y aromas azufrados, estudia las referencias 3 y 10, en el que se ilustran algunos experimentos al respecto.

Para conocer el sabor de DMS en la cerveza y practicar las catas, a menudo se usa el DMS puro como sustancia para añadir a las cervezas en los típicos kits de defectos para catas, y puede ser obtenido en el mercado de la compañía británica FlavorActiV (Lingfield, Surrey). También es posible, aunque tal vez un poco complicado, preparar un lote de prueba con niveles elevados de DMS y de compuestos relacionados, usando una malta con alto contenido de precursores de DMS, elaborar la cerveza tapando la olla, dejándolo enfriar usando el método no-chill, y fermentar con levadura lager a bajas temperaturas. Los niveles elevados de DMS también se asocian al deterioro del mosto, a menudo provocado al dejar pasar un periodo largo al mismo sin inocular la levadura, pero éste no es un método muy recomendable, porque también se pueden producir otros sabores no deseados, como el acetaldehído y el ácido láctico.

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Referencias

(1) H. Garza-Ulloa, “Analytical Control of Sulfur Compounds in Beer: A Review,” Brewers Digest, January 1980, pp. 20–26.
(2) Harold Broderick, Ed., The Practical Brewer, 2nd ed. (Master Brewers Association of the Americas, Milwaukee, Wisconsin, 1977).
(3) George Fix, “Sulfur Flavors in Beer,” Zymurgy 15, pp. 40–44 (Fall 1992).
(4) E.L. Van Engel, “Sulfury–Yeasty,” Zymurgy 10 (4), pp. 50–52 (Special issue, 1987).
(5) J.S. Hough, D.E. Briggs, R. Stevens, and T.W. Young, Malting and Brewing Science, (Chapman and Hall, London, 1982), vol. 2, p. 449, 609.
(6) B.J. Clarke, M.S. Burmeister, L. Krynicki, E.A. Pfisterer, K.J. Sime, and D.B. Hawthorne, “Sulfur Compounds in Brewing,” Proceedings of the 1991 European Brewing Convention Congress, pp. 217–224.
(7) David Sohigian, lead instructor, American Brewers Guild, personal communication with Brewing Techniques, spring 1998.
(8) M.D. Walker, “Formation and Fate of Sulphur Volatiles in Brewing” Proceedings of the 1991 European Brewing Convention Congress, pp. 521–528.
(9) Ilse Shelton, Siebel Institute of Technology, seminar notes, “Beer Flavors and Their Origins in the Brewing Process,” 1997.
(10) George J. and Laurie A. Fix, An Analysis of Brewing Techniques (Brewers Publications, Boulder, Colorado, 1997), pp. 49–51.